El legado de Lepanto
La conmemoración de la Batalla de Lepanto nos repone en tiempos que parecen, y están, lejos de nosotros. La Santa Liga, la Republica Serenísima de Venecia, la República de Génova, las galeras y galeotas de guerra, un Papa que forma una coalición militar internacional para defender Italia de una potencia musulmana, el gigantesco crucifijo pintado en el damasco azul del estandarte principal, caballeros que acuden a luchar en busca de gloria… Es otro mundo del que apenas logramos imaginar algún destello aislado. Aun así, varios elementos compartimos con aquella gesta.
El primero es la unión de una parte de Occidente, lo que entonces se llamaba la Cristiandad, para defenderse de un enemigo exterior que amenazaba las costas adriáticas de Italia y parecía dispuesto a hacerse con la península itálica para tomar el control del Mediterráneo. Hoy no tenemos un enemigo tan claro como entonces lo era el Imperio otomano. No nos faltan, sin embargo, otros focos de conflicto que movilizan la atención defensiva de los europeos en un arco que va desde el golfo de Guinea, el Sahel, el Cuerno de África, la península Arábiga, Oriente Medio y el Cáucaso, hasta volver a Europa: los Balcanes, Ucrania y Bielorrusia. Y teniendo siempre a la vista el vecino ruso y el gigante chino, más lejano pero no menos presente, y cada vez más intensamente, en nuestra vida cotidiana. Hasta hace no mucho tiempo, los europeos gustábamos de pensarnos como los felices precursores de un mundo en el que habrían desaparecido la violencia y los enfrentamientos armados. La paz perpetua y universal era cuestión de tiempo, de diplomacia pública y de poder blando… Había una pequeña trampa, claro está, porque aquella burbuja ideal estaba puesta bajo la protección de una superpotencia que aceptaba el papel que a los europeos les disgustaba interpretar. Se entiende que los europeos no se fiaran de ellos mismos después de lo que habían organizado dos veces en el siglo XX.
Ahora bien, estabilizadas las democracias liberales, tal vez había llegado el momento de ir asumiendo una parte de la defensa que dejábamos en manos de nuestros amigos trasatlánticos. No ha sido, o no lo ha sido del todo, y eso a pesar de la OTAN. Y cuando el amigo norteamericano ha empezado a cansarse de su papel de supergendarme, o se enfrenta a retos que nos parecen lejanos, como aquellos que tienen por escenario los mares de Oriente, se empieza tomar conciencia de que resulta necesario lo que se ha dado en llamar la «autonomía» o incluso –como han hecho Macron y Merkel– la «soberanía estratégica». Lo que revela cualquiera de las dos expresiones es la cada vez mayor conciencia de peligros reales que requerirán un esfuerzo propio. En Lepanto, el papel de superpotencia fue asumido por España, que puso buena parte de la flota, los hombres y dos tercios del coste de la operación. El resto se lo dividieron el Papado y Venecia. España era una superpotencia europea que tenía músculo como para liderar aquello. De hecho, a muchos italianos no les gustaba el predominio de España, que consideraban una potencia extranjera. No lo era del todo, sin embargo, dada su larga presencia en Italia, en cualquier caso compartía con los demás la voluntad de defenderse y un sentido de empresa común. En la Europa de hoy, ningún país se puede arrogar ese papel: nadie tiene la capacidad para ejercerlo y estaría por ver si los demás lo aceptarían. Lo que plantea el problema no menor de cómo articular un mecanismo eficiente de defensa con un liderazgo compartido, o con un nuevo liderazgo, propiamente europeo. Se plantea así la interrogante del ejército europeo, que no parece que vaya a llegar pronto a pesar de los esfuerzos teóricos. En el fondo, volvemos a un problema crucial: la identidad europea.
Hoy permanece vigente la idea de que esa identidad europea está firmemente anclada en la democracia liberal y en el Estado de bienestar. Ha decaído la convicción de que eran realidades deseadas por el resto del universo y son muchos los europeos que aceptan que la democracia –menos aún la democracia liberal– es un valor universal. Esa convicción nos coloca en una realidad menos kantiana, pero todavía los europeos no se han hecho a la idea de que, al decaer esa dimensión universal, han empezado a cambiar las prioridades. Y que, al tener que asumir la defensa propia –es decir, la soberanía estratégica–, habrá que invertir en los instrumentos de esa defensa.
En tiempos de Lepanto, más de mil caballeros acudieron a la batalla movidos por la gloria y la fama. Hoy no se nos pide tanto, pero algún esfuerzo habrá que hacer. Y como la capacidad recaudatoria de los Estados europeos ha alcanzado un tope insuperable, habrá que empezar a recortar de algún sitio. La democracia liberal es cara, pero asumible. Solo queda el Estado de bienestar. Ahora, ¿están los europeos dispuestos a hacer este esfuerzo? Y más aún: ¿están dispuestos a cambiar la percepción de su identidad para ser capaces de defenderse por sí mismos? ¿O el simple planteamiento de una pregunta como esta es tan peligroso que ningún partido político se atreverá a enunciarla, ni siquiera en términos moderados y en una larga perspectiva temporal? En tiempos de Lepanto, las élites gobernantes no preguntaban a sus compatriotas su parecer acerca de cuestiones como esta… Aun así, sería poco ajustado a la verdad despreciar el grado de consenso que suscitó la defensa del Mediterráneo. Y otro tanto ocurre hoy. No todos los países democráticos comparten el grado de abulia en el que nos hemos instalado los europeos. Los norteamericanos se han cansado de ejercer de gendarme mundial, pero Estados Unidos no va a dejar de ser la primera potencia militar y está dispuesto a defender sus intereses estratégicos donde haga falta.
Otro ejemplo es Israel, un país impecablemente democrático en el que la defensa y la conciencia de la amenaza son un eje de la vida social y política. No hay contradicción entre capacidad defensiva, democracia y prosperidad. Lo que falta es voluntad de crear lo que ahora se llama «cultura de defensa». Con la «cultura de defensa» volvemos a tropezar con un obstáculo que ya hemos encontrado. ¿Es una recuperación, aunque sea actualizada, de valores y virtudes como patriotismo, espíritu de servicio, confianza en la propia comunidad política, conciencia de la continuidad? ¿O es algo nuevo que debe definirse según criterios ignotos, como lo es la naturaleza final del proyecto de la Unión Europea? No se trata solo de las diferencias en los intereses de los socios, algo natural en una Unión tan amplia como la Europea. Se trata de compartir algo más profundo y que defina política y públicamente, pero también personalmente, a quienes la forman. La alternativa puede ser el modelo de la coalición voluntaria y diseñada a medida, como lo fue la intervención en Irak de principios de siglo o la misión del Sahel actualmente liderada por Francia. En buena medida, la Santa Liga que venció en Lepanto también fue eso, pero la sostenía una convicción distinta y propia.
La Razón, 17-10-21