Giner, faro del progresismo español

Epílogo de Francisco Giner de los Ríos. Poder, estética y pedagogía. Biblioteca Online, 2013

 

Algunos de sus discípulos más jóvenes, de los que se dejaron seducir por el eslogan aquel de “siempre más radical y con la camisa más limpia”, llamaban a Giner el “faro de las izquierdas”.[1] Resulta un calificativo sorprendente para quien se pasó buena parte de su vida recluido en lo que entonces se llamaba un hotel casi en las afueras de Madrid, un escenario de austeridad franciscana y abierto sólo a los discípulos y los más fieles. Bien es verdad que Giner, Cossío y luego, en los últimos años de expansión, Castillejo, se movieron mucho, entre los afines y en los pasillos de los ministerios, para sacar adelante un proyecto ambicioso, de gran envergadura. Ese proyecto exploraba un terreno sin desbrozar, entre la enseñanza propiamente estatal, de la que el grupo estaba desilusionado, y la Iglesia católica, que había recuperado su papel protagonista en la educación en los últimos treinta años del siglo XIX. Tenía, por tanto, una dimensión política. De ahí, en parte, lo del “faro de las izquierdas”. Pero también lo movía, en buena medida, una finalidad puramente académica.

Giner y sus amigos buscaban la excelencia. Así crearon algunas de las instituciones más fecundas de la historia intelectual española del siglo XX. También integraron a grandes estudiosos, como Menéndez Pidal o su mujer María Goyri, que no compartían ni de lejos todos los presupuestos ideológicos de la Institución Libre de Enseñanza. Además, Giner y sus discípulos se consideraban una vanguardia, no sólo una élite. Esta vanguardia tenía una misión: dar un ejemplo vivo de lo que debía ser una nueva sociedad reformada, regida según lo que en el grupo se consideraba esencial: la pulcritud, la austeridad, la contención.

Visto de este modo, Giner y la Institución Libre de Enseñanza realizaron una gran aportación, fundamental en algunos campos, a la historia intelectual y cultural española. Así se reconoció en círculos muy amplios a la muerte de Giner. También se supo desde el primer momento que el legado era imposible de discernir de la personalidad del protagonista. Eso explica el afecto muchas veces desbordado que impregna los homenajes, el lirismo con que evocaron al Maestro escritores tan grandes como Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. Giner había dejado huella incluso en aquellos que no lo trataron personalmente. Azaña, por ejemplo, del que el núcleo desconfió siempre y que jamás logró ingresar en el sancta sanctórum del institucionismo, llegó a escribir a la muerte de Giner que “cuanto existe en España de pulcritud moral lo ha creado él”.[2] En la misma nota de su diario, sueña con haber sido el Castillejo del Maestro…[3]

Azaña se olvida –o quiere hacer como que se olvida- que él mismo, como Castillejo, Ortega y Pérez de Ayala, entre otros muchos de su generación, habían sido educados en colegios e incluso en universidades católicas. Él mismo, como Pérez de Ayala, criticó con dureza la educación recibida, pero sería poco honrado tomar sus palabras al pie de la letra y no señalar la deuda que habían adquirido con quienes los formaron en unos años cruciales. La exageración de Azaña se debe sin duda al contagio del exceso de sentimentalismo que se desprendía de la especial relación, hecha de ejemplaridad e intimidad, que Giner establecía con los suyos. Pero significa también algo más.

Cuando la crisis del sistema liberal en España acabe conduciendo a una dictadura militar, luego a una República de izquierdas, a una guerra civil y por fin a otra dictadura militar, ese “todo” del que hablaba Azaña se convertiría, en palabras de José Castillejo, en una “Tercera España” que desde el primer momento habría intentado superar el conflicto, latente unas veces, otras abierto a muerte, entre una España ensimismada en su nostalgia y su miedo, y otra radical y revolucionaria. Las dos Españas del poema de Antonio Machado. Con Giner como figura central, Sanz del Río y los krausistas como antecesores, y la generación formada en torno a la Institución Libre de Enseñanza, se establecía una suerte tercera vía que, de haber sido seguida, habría auspiciado el florecer de una “España armónica”. Y esta “España armónica”, a su vez, de haber sido realizada, habría permitido superar el enfrentamiento fatídico al que parecía condenada una España dividida en dos por una querencia compartida, aunque de signo contrario, hacia la intransigencia, la intolerancia y la brutalidad.

La fábula es hermosa, sin duda. Ha gozado de difusión grande, habiendo merecido más nombres: además de la “tercera España” y la “España armónica”, está la “España posible”, la que nunca llegó a ver la luz. También está en la base de una mitología retrospectiva acerca de la historia de España sobre la que se ha fundado buena parte de la percepción que tenemos de nuestro país. No hay por qué dudar de la sinceridad de muchos de los que la han abrazado. Y sin embargo, no resiste el más somero recuerdo de unos hechos bien fáciles de contrastar. Aunque pueda ser considerado anecdótico, no está de más recordar que Castillejo mismo fue amenazado de muerte, en el Madrid “rojo” de 1936, por un hombre que había sido profesor en esa misma Institución para la que Castillejo reclamaría poco después el privilegiado estatuto de la “tercera España”. La Segunda República fue, en buena medida, un régimen de intelectuales criados algunos de ellos, y todos rendidos admiradores, de la obra de Giner de los Ríos. Incluso llegaron a ofrecer a Manuel Bartolomé Cossío, el san juan del maestro, la presidencia de la República, un régimen caracterizado desde el primer momento, y sin el menor disimulo, por la voluntad de monopolio del poder por parte de una izquierda que negó a sus adversarios cualquier papel, cualquier legitimidad política, ideológica e incluso moral en la refundación de España que se habían propuesto.

El mito de la “España armónica” o la “tercera España” se alimenta de la suerte corrida por muchos de estos intelectuales. La anécdota tremenda protagonizada por Castillejo cobra un nuevo sentido a la luz de la posición en la que acabó encerrado Azaña, prisionero de un “Frente Popular” que él mismo contribuyó decisivamente a forjar. Viene a ser la misma en la que se encontraron, cada uno a su manera, los socialistas Julián Besteiro y Fernando de los Ríos, los dos institucionistas, discípulos directos de Giner. Con unos años de retraso, llegaban a la misma posición a la que había llegado años antes Ortega y Gasset, también admirador del Maestro. El sueño de la Institución Libre de Enseñanza había dado luz a un monstruo. El monstruo acabó revolviéndose contra algunos de quienes lo soñaron, sin duda, pero eso no les exonera de su responsabilidad en la concepción. Algunos de ellos, incluso, hicieron algo más que soñarlo. Quienes presidían el gobierno cuando la quema de conventos de mayo de 1931 no supieron, o no quisieron prever, que el incendio les alcanzaría a ellos muy pocos años después. En 1934, Fernando de los Ríos no supo oponerse con firmeza a la revolución que prendió la mecha de la guerra civil. El “faro de las izquierdas” no se reconocería en nada de lo ocurrido, pero eso era lo que había alumbrado. Había quien se había tomado rigurosamente en serio aquello de “siempre más radical y con la camisa más limpia”.

 

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El mito de la “España armónica”, o “tercera”, o “posible” viene de muy lejos, de la propia raíz del krausismo español. Al menos en parte, el krausismo es fruto del mismo malentendido por el que el anhelo de armonía acabó convertido en sectarismo y violencia. Uno de los objetivos del viaje de Sanz del Río a Alemania, tal vez el principal, era modernizar un progresismo agotado ya, a la altura de la década de 1830, en la invocación obsesiva del espíritu revolucionario de 1812 y 1820. La revolución, siempre por hacer, poblaba la fantasía de los exaltados o progresistas que habían fracasado en el Trienio Liberal, tan similar en tantos aspectos a la suerte que correrían después todos los intentos radicales de cambiar la sociedad española. Este fantasma de un radicalismo fracasado se había materializado en el “pronunciamiento” -léase golpe de Estado- de los progresistas en La Granja de 1836, con la ruptura del Estatuto Real, primer borrador de Constitución auténticamente liberal surgido en España. Alcanzaría luego una primera apoteosis con la dictadura progresista de Espartero, otro fracaso que acabaría con la subida al poder, y para muchos años, de la derecha, los “moderados” encabezados por el general Narváez.

En vez de incorporar las nuevas tendencias eclécticas, Sanz del Río optó por la filosofía alemana: hasta ese país le empujaban las reformas educativas llevadas a cabo allí, de las que se pensaba que el Estado español tenía mucho que aprender. Lo curioso, tal vez explicable por la influencia masónica, es que ni siquiera intentó acometer el estudio de los grandes del idealismo alemán, de Kant a Hegel. Se trajo un fruto menor, una mística armonicista o armonizadora que en algunos rasgos coincidía con el proyecto de modernización que, del lado “moderado” es decir estaban proponiendo los eclécticos “puritanos”. Sorprende la aversión que en los primates -como se llamaba a las primeras figuras- del krausismo suscitó siempre el término “eclecticismo”, como si entrañara algo diabólico, capaz de pervertir la raíz misma de su proyecto. Es posible que así fuera. De haber abrazado una actitud ecléctica, los krausistas habrían debido renunciar al núcleo esencial de su posición, que entrañaba un postulado radical, de índole ideológica.

Este postulado, carente de consistencia, poco serio e incluso adornado con chapuzas tan llamativas como la estafa de los Mandamientos de la Humanidad, un folleto de… ética que Sanz del Río plagió de Krause, acompañó a pesar de todo las reformas liberales emprendidas durante el reinado de Isabel II. También, gracias al celo proselitista de Sanz del Río, mantuvo vivo un rescoldo ideológico, refugiado en su pequeño grupo de fieles con una implantación cada vez más fuerte en la Universidad. La pequeña llama acabó inspirando las medidas radicales tomadas en 1868 y contribuyó luego al incendio de la Primera República, en 1873. El krausismo alcanzó entonces su máxima influencia, con uno de los suyos, Nicolás Salmerón, discípulo predilecto de Sanz del Río, en la jefatura del Estado. De ser la filosofía a la moda, se convirtió en la filosofía de la revolución, con los resultados que ya hemos visto. Salmerón duró en el cargo apenas dos meses, del 18 de julio al 8 de septiembre de 1873.

La lección fue amarga. Buena parte del grupo que había arropado a Sanz del Río se alejó de una doctrina y una actitud que había conducido a España a un desastre sin paliativos. Recuérdense, por ejemplo, las reformas educativas de la Primera República, que es difícil no calificar de delirantes, inspiradas por Giner en el más puro estilo krausista. Ahí podía haber terminado toda esta historia de no haber sido por el empeño del propio Giner. Giner nunca aceptó su responsabilidad, ni la del krausismo, en la catastrófica trayectoria del Sexenio, incluida la Primera República. Más aún, elaboró una leyenda de persecuciones y martirios a partir de la llamada “segunda cuestión universitaria”. Esta leyenda convirtió en víctimas a algunos de los responsables de aquel desastre. Desde entonces el mito de los perseguidos por la Restauración forma parte de la leyenda del progresismo español. Recobró nueva vigencia en los años sesenta y setenta del siglo XX. Entonces se reelaboró un mito idéntico, en grado superlativo, con respecto a la izquierda y su papel de víctima inocente en la Segunda República y en la Guerra Civil. Fue uno de los ingredientes esenciales de la nueva legitimidad histórica que necesitaba la izquierda en los años setenta para tomar posiciones.

Aquella primera reinvención de la historia convirtió un fracaso en un martirio. Fue uno de los grandes méritos de Giner, a quien no cabe negarle inteligencia, tesón y visión estratégica. En plena desbandada del progresismo, durante la Restauración, cuando parecían superados para siempre los radicalismos que habían socavado la estabilidad del régimen liberal en España, Giner se empeñó en mantener, como antes Sanz del Río, la llama sagrada del progresismo, la de la izquierda de verdad, incluida la del republicanismo. Le abandonaron casi todos, excepto un núcleo muy reducido, el más íntimo, con el que fundó la Institución Libre de Enseñanza. Son los años que en la leyenda krausista corresponden -pasado del martirio- al éxodo, la travesía del desierto o el arca en pleno diluvio, dependiendo de la imaginación de los fieles o los creyentes. Giner se aisló, efectivamente, y la Institución pasó por momentos muy duros. Pero conviene tener en cuenta dos factores.

Primero, que el aislamiento era voluntario. Giner, como bien se ha dicho, no quería formar una minoría selecta. Para eso tenía abiertas todas las puertas y bastaba un gesto mínimo para ser acogido en la elite del nuevo régimen liberal. Ahora bien, Giner no quería eso, como lo expresó bien él mismo, muy consciente de la apuesta. A su discípulo José Pijoan le contó: “Hoy he pasado la tarde con este gran neo [neocatólico], el marqués de la R, y, quiere usted creerlo, hemos estado de acuerdo en todo, en casi todo. ¿Qué lástima este casi, eh? ¡Un casi así que nos hace extraños la mayor parte del tiempo, cuando podríamos colaborar en tantas cosas! Pero también se posible que este casi sea España.”[4]

Giner no quiso nunca dar ese paso mínimo porque con él se lo jugaba todo. Entre otras cosas, la posibilidad de dar a luz una vanguardia formada en la aversión que él mismo sentía hacia España y hacia el régimen liberal que dio acogida a su proyecto. Y este es el segundo factor que conviene tener en cuenta. La decisión de Giner era muy arriesgada, sin duda, pero se amparó la legalidad de la Restauración y, además de eso, en la simpatía de buena parte de la elite del régimen: liberales, bastantes de ellos masones, e incluso algún conservador. Sin esa red de apoyos y relaciones que Giner cultivó meticulosamente, una vez aprendida la lección de los años revolucionarios, la Institución no habría sobrevivido. El por qué de estos apoyos a un proyecto que sin entrar jamás en el terreno político, no ocultaba su objetivo de ruptura, sigue siendo un misterio. ¿Mala conciencia por parte de sus antiguos compañeros? ¿Incapacidad para romper del todo con la antigua querencia radical? Habrá de todo, sin duda.

Algo innegable es lo que se podría llamar el factor Giner, el papel de su determinación y su carácter. ¿Qué le movía? ¿El idealismo? ¿La visión de una España armónica, o más bien armonizada según su propio y exclusivo criterio? O más bien, el rencor, ¿el puro sectarismo? El lector responderá como mejor le parezca. Sea lo que sea, consiguió convertirse él mismo, primero en mártir, luego en profeta y al final en patriarca de esa actitud. El éxito de la empresa llegó justamente cuando la crisis del sistema liberal, y más exactamente tras el año trágico de 1909, cuando la izquierda, liderada por un institucionista de pura cepa –y masón, además de eso- como era Segismundo Moret, destrozó el consenso básico de la Restauración liberal bloqueando al mismo tiempo la posible evolución democrática del régimen.

Es a partir de ahí, después de la caída de Antonio Maura tras la ofensiva progresista constituida en cordón sanitario con la complicidad del Rey Alfonso XIII, cuando Giner se convierte en uno de los Abuelos –el otro fue Pablo Iglesias, con el que comparte radicalismo-, los dos santos más venerados de la izquierda, o mejor dicho del progresismo español. La leyenda continúa viva hasta hoy. Con una diferencia: que entonces se le plantó cara y hoy ya casi nadie la discute. En los últimos años se han puesto muchas cosas en cuestión en el campo de la historia de España. Se ha discutido la visión progresista –ya con rango oficial- de la Segunda República, la legitimidad moral de los autodenominados “defensores de la legalidad republicana”, el papel de los intelectuales en la crisis española del siglo XX, incluso una tradición aparentemente inamovible, como la que hace de los años de posguerra unos “años de hierro”. No ha ocurrido así con la figura de Giner, ni con el legado del krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza, instalados en un consenso intocable de valoraciones positivas. La figura de Giner, a quien casi nadie lee, por cierto, ha alcanzado el carácter de tótem sagrado, casi mágico, del progresismo. Es la gran coartada cultural del progresismo español, y también su rasgo más hispánico, más castizo.

Así pues, y con el fin de entender este muy peculiar estatus, cabe preguntarse: ¿qué aportó Giner al progresismo español? Y sobre eso, ¿por qué razón Giner ha pasado a ocupar, en el santoral laico del progresismo, una posición tan especial?

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La primera aportación relevante de Francisco Giner de los Ríos al progresismo español tiene que ver con el cambio en la naturaleza del liberalismo que tuvo lugar durante su vida. El krausismo, a pesar de sus especulaciones abstrusas –o tal vez por eso, precisamente, y en combinación con la masonería-, acompañó a los liberales del reinado de Isabel II en su empresa de liberalización. Como ya sabemos, sobre estos años pesa el recuerdo del viejo malentendido sobre el “doctrinarismo”, o eclecticismo krausista que tanto atormentó a Sanz del Río y a Giner, empeñados en no dejarse contaminar por aquel “pasteleo” tan mundano, entre “jesuítico” y –colmo de la abominación- afrancesado. Las reformas de la enseñanza realizadas en los primeros tiempos de la Revolución del 68 fueron estrictamente liberales, pero el sesgo cambió con el tiempo. Las reformas esbozadas en la Primera República, bajo la inspiración directa de Giner, no lo fueron en absoluto. Pronto Giner quedó curado de espanto en cuanto a los intentos revolucionarios. Así es como acabó encerrándose en el “arca” para formar su vanguardia de adictos a su radicalismo.

Pero aun manteniendo intacta la inspiración progresista, cortó con la raíz liberal de la que el krausismo –a su pesar, da la impresión a veces- nunca se había deshecho. Giner despejó cualquier malentendido. Reelaboró la doctrina para que acabara de casar definitivamente con la concepción del mundo que latía en el krausismo. Las esferas soberanas pasaron a ser miembros de un organismo, ese universo o Humanidad que Krause y luego Sanz del Río se empeñaron en describir como una lenteja, por aquello de negar cualquier dualismo. El objetivo de armonización se mantenía, eso sí, pero arraigado en una profunda desconfianza hacia el individualismo y, en el fondo, hacia la libertad y hacia la democracia.

Era una evolución propia de su tiempo. A finales del siglo XIX, el liberalismo empieza a parecer algo caduco. Ya no habrá individuos soberanos que actúan libremente dentro del respeto a la ley, que a su vez se encarga de proteger sus derechos, derechos ilegislables, como les gusta decir a los liberales, incluidos a los progresistas cuando todavía no habían roto con el liberalismo. A partir de ahora habrá organismos, grupos –más adelante colectivos-, instituciones, nacionalidades que han de cumplir una función y sobre cuya preservación el Estado tendrá una responsabilidad especial. Giner, por ejemplo, se interesa por el nacionalismo catalán, modelo de movimiento conservador, y a veces ultraconservador, en lo ideológico. El progresismo había dejado atrás el liberalismo y se había hecho organicista.

Giner contribuirá así a algo que estaba en el ambiente: el final del liberalismo como cuerpo de doctrina y como referencia ideológica para la acción política. No es algo propiamente español. El ejemplo inglés, en el que el Partido Liberal acaba sustituido por el Partido Laborista –el socialismo a la británica- no estaba lejos. En España, unos cuantos discípulos de Giner ingresarán en el Partido Socialista Obrero Español, con una ideología en principio completamente ajena al krausismo, pero a la que proporcionarán una legitimidad intelectual de la que hasta ahí carecía. Así lo había querido su fundador, que se negó a cualquier colaboración con los partidos e incluso con los representantes de la “burguesía”. Las conexiones llegarán a ser íntimas, como le gustaba decir a Giner, cuando el PSOE, abriéndose ya a los nuevos “socialistas de cátedra”, empezó a asimilar los postulados pedagógicos de la Institución y de la masonería, tan similares en bastantes aspectos.

Aquí se produciría una conexión de largo alcance. En el terreno de la enseñanza, su influencia llegaría hasta esa apoteosis de la pedagogía en que ha derivado la moderna legislación educativa socialista. En buena medida, el núcleo de estas medidas está en las Bases para un programa de Instrucción Pública que el PSOE hizo suyas en 1918 y fueron redactadas por Manuel Núñez de Arenas, fundador de la Escuela Nueva e inspiradas a su vez del programa que Cossío expuso en el Congreso Nacional Pedagógico de 1882.[5] También daría contenido a una propuesta partidista que no alcanzaba a tenerlo. Nadie sabía –ni siquiera ellos mismos- lo que se proponían los socialistas de Pablo Iglesias de llegar al poder. Por eso no los votaba nadie. El socialismo, antiliberal de por sí, se vio reforzado por las ideas de quien, como Giner, había hecho el tránsito del progresismo liberal a un organicismo de fondo conservador. Justo cuando el progresismo dejaba atrás el liberalismo, el socialismo, sin la menor consistencia ideológica, se puso a reclamar el legado liberal mudado en algo que tenía ya poco que ver con la libertad.

De la importancia de esta herencia, y de la tragedia a la que daría lugar, da testimonio el enfrentamiento entre Julián Besteiro y Juan Negrín al final de la Guerra Civil. Dos antiguos discípulos de la Institución encabezaron, desde las filas en teoría hermanas de la UGT y del PSOE, dos posiciones radicalmente distintas acerca de cómo terminar el conflicto. Una conversación entre Azaña y Fernando de los Ríos, otro discípulo de la Institución perteneciente a la elite republicana, atestigua el desgarramiento que el conflicto produjo en un miembro de la “Tercera España” atrapado en un conflicto que su propio partido, también en este caso el socialista, había contribuido como ningún otro a provocar.

Pero todas estas brechas y contradicciones acabarán diluidas, cuando no censuradas. El organicismo krausista –acoplado con el escaso aprecio por la democracia que tenían krausistas y socialistas- pasará a formar parte del núcleo de actitudes que acabarán definiendo la mentalidad, más que la doctrina, del socialismo español. Los social institucionistas serán legión en los años sesenta y setenta, y darán pie a una nueva forma de malentendido, que no deja de recordar, en buena medida, lo ocurrido bajo el reinado de Isabel II. La herencia institucionista servía para que el PSOE acogiera los náufragos de un nuevo liberalismo que no acababa de encontrar su sitio en las filas de la derecha. Cuando la derecha volvió al poder, casi a finales del siglo XX, lo haría con presupuestos liberales, pero sin la menor voluntad de aclarar el legado –torturado, la verdad sea dicha- que recogía. Lo dio todo por bueno, creyendo quizás que la carga doctrinal, cultural y simbólica estaba superada. Fueran cual fueran los motivos, renunció así a dar la batalla en el frente más importante y se condenó a una posición defensiva. Hasta ahí ha llegado, todavía hasta nuestros días, la herencia de Giner.

Otra parte importante de su legado al progresismo español es la animosidad hacia la idea de España. Aún más que Sanz del Río, Giner cultivó minuciosamente una actitud de desprecio hacia su país. No se reconocía en él. La Institución, tan cerrada, constituye en buena parte una huida, como una isla extranjera, un pedazo de la Inglaterra imaginaria de los institucionistas, aislada en un país de atraso incalculable, africano se decía entonces, como esa distancia si afectara a la naturaleza misma de España. Habrá quien vea en esta actitud, como hizo Ortega, la raíz de un patriotismo crítico. Lo sería, en cualquier caso, como parte de la ola de negación de la nación española que barrió las elites españolas, en particular las progresistas -aunque no sólo-, después del “desastre” del 98. Ahora bien, poco se podía construir, en este aspecto, sobre una actitud que llegaba hasta negar la existencia de aquello mismo que decía quería reformar. A menos, como se quiso hacer en la Segunda República, que se aspirara a refundar España sobre bases completamente nuevas, como una España inédita que vendría a encarnar esa “España armónica” hasta ahí negada por los “obstáculos tradicionales” –entre ellos la Monarquía- o por esa otra España más que atrasada, ajena a la cultura europea, despreciada una y otra vez en los escritos de Giner y su círculo.

Legado de esta actitud, envenenado además por una guerra civil en la que uno de los bandos defendió la unidad de su país y levantó la bandera de un imposible nacionalismo español, es el escaso aprecio por la palabra España, por la lealtad hacia la nacional, por el concepto y la emoción cívica vinculados al patriotismo. Desde entonces, este ha constituido uno de los rasgos del progresismo español. En esto la herencia de Giner, amplificada tras el 98 y enconada con el renacer del progresismo antifranquista en los años sesenta y setenta, nos ha distinguido del resto de los países europeos. Nos singulariza, justamente, la existencia de un progresismo que no se siente comprometido con su patria, que se permite despreciar la sola noción de “patriotismo”. Por mucho que el patriotismo haya padecido en unos tiempos de pensamiento débil, no hay nada igual en ningún otro país europeo. Si acaso, hay algún rastro de esta actitud en una parte de la Nueva Izquierda norteamericana, que se definió en la crisis de los años 1960 por su antiamericanismo radical. Pero allí es una minoría, que ha perjudicado a la izquierda y dañó al Partido Demócrata. Aquí no. El progresismo tiene por seña de identidad el desprecio hacia la propia tradición, hacia los símbolos de la nación y hacia buena parte de su historia y de su cultura. Eso sólo existe en España. Y existe gracias, en muy buena medida, al gesto y a la actitud reticente y desdeñosa que adoptó y transmitió Giner.

El Partido Socialista Obrero Español mantuvo en su mentalidad algunos rasgos jacobinos característicos. En 1979 se convirtió a la socialdemocracia, una propuesta política que requiere de grandes consensos nacionales. Gracias a esto, el PSOE ofrecía una capacidad de resistencia a esta deriva antinacional y podía haberse integrado, sin mayores problemas, en la izquierda europea. La quiebra del socialismo real en 1989 y el desplome de la socialdemocracia entre 1970 y 1980, justo cuando se ensayó en España, acabaron con esta posibilidad. El socialismo español acabó de asimilar entonces algo que ya llevaba inoculado desde bastantes años antes: el tradicional progresismo español. El desprecio, la desconfianza y al final el recelo, cuando no el odio, hacia lo español y hacia España –Madrid, en la última versión de este antiguo motivo- pasó a ser uno de sus rasgos.

Otro, relacionado con este, será el de la relativización general de los valores morales, incluidos aquellos que sostenían la izquierda tradicional occidental. La izquierda europea de hoy en día, postmarxista y postsocialista, recibe buena parte de su inspiración de la ideología contracultural, identitaria y relativista, o multiculturalista, elaborada en Estados Unidos en los años sesenta y setenta. Pero en ningún sitio el relativismo han llegado tan lejos como en España. Es el legado krausista, y el de Giner, los que habían plantado la semilla de esta mutación.

Sanz del Río había suprimido la divinidad personal de la tradición cristiana para sustituirla por una naturaleza divinizada, un panteísmo en el que, como inmediatamente supieron ver sus críticos, no había forma de fundar una distinción clara e inteligible entre el Bien y el Mal. En aquel universo confundido con la divinidad, el juicio moral quedaba definitivamente relativizado. A menos, claro, que alguien asumiera el papel de definir lo que eran el Bien y el Mal. La tarea correspondió a la esfera o secta de los sabios que imaginó Sanz del Río, siguiendo a Krause, y más en particular a su jefe de filas. El puesto pareció luego destinado a Fernando de Castro, una figura que se consumió en el Sexenio, y acabó en manos de Francisco Giner de los Ríos.

La facilidad con la que la izquierda española ha hecho suyos los postulados postmodernos o relativistas, en contraste con la dificultad para convivir con ellos que han demostrado otras izquierdas occidentales, se explica por la existencia de una cultura previa que los llevaba ya incorporados. Giner intensificó esta línea, procedente del idealismo alemán e identificada en España con la voluntad de romper con la tradición católica. Lo hizo formando una vanguardia encargada de secularizar y descristianizar España, aunque sin entrar directamente en conflicto con la Iglesia, ni siquiera polemizar con ella. Un auténtico kulturkampf a la española, como escribió María Dolores Gómez Molleda, que culminaría con esa refundación de España resumida en la declaración triunfal, hecha en las Cortes republicanas de 1931, de que “España había dejado de ser católica”. Giner supo sortear, con inteligencia extraordinaria, las acusaciones –y las tentaciones- de anticlericalismo y de masonería que este objetivo parecía conllevar necesariamente. Lo hizo elevando su propia propuesta a categoría religiosa e inspirándose para ello en el primer krausismo, obra en buena medida de sacerdotes transplantados a las filas progresistas, lo que se llamó “clerical liberalismo”. Nunca dejaron de echar de menos la unanimidad de la que procedían. Y, como el pensamiento único progresista de hoy en día, se propusieron el monopolio de la tolerancia. Desde entonces, para la secta, sólo merece tolerancia quien piensa como lo hacen sus miembros.

De ahí las resonancias y las simpatías masónicas del krausismo y de la Institución. De ahí la figura de santo laico asumida por Sanz del Río y por Giner, y también de ahí algo que era más que una simple cuestión de imagen. La vanguardia que fue formando durante tantos años se caracterizaría por una voluntad de distinción estética que venía a sustituir la dimensión ética e incluso cívica que en otros países tuvo un proyecto parecido. En eso reside también la originalidad, y la actualidad de Giner. Fue él quien tuvo la intuición genial de hacer de la estética el criterio por excelencia en lo ético, lo ideológico e incluso en lo político. “Siempre más radicales –recuérdese- y –recuérdese también- con la camisa más limpia.” Ortega, infinitamente menos dañino, sentó algunos de los precedentes del multiculturalismo ahondando en un pensamiento de raíz conservadora. El progresismo español lo hace mediante una inmersión en el misticismo panteísta de Sanz del Río, reconvertido en esnobismo estético y en relativismo –o nihilismo- chic por Giner. El progresismo español fue posmoderno mucho antes de que se inventara la palabra. Por eso, entre la Alianza de la Humanidad y la Alianza de Civilizaciones no hay mucha más distancia que la que hay entre el proyecto pedagógico de la Institución y la LOGSE y la Educación para la Ciudadanía del gobierno de Rodríguez Zapatero. La misma inspiración, las mismas raíces, y el mismo proyecto de censura y prohibición de la diferencia.

Aun así, eso no explica del todo el prestigio de que sigue gozando don Francisco. Hay que tener en cuenta además lo que la Institución tuvo de secta, desde el momento mismo de su fundación, y lo que Giner tuvo de jefe de la secta. Giner no era un intelectual. A él le gustaba decir que era un hombre de acción, y no le faltaban motivos.[6] Sus discípulos lo son también, aunque gocen del prestigio de la intelectualidad, por decirlo en términos populares. Muchos de ellos establecen con Giner una relación personal, íntima –a la krausista, se entiende- que colma una necesidad espiritual. Al administrar el sacramento de la palabra, Giner, convertido en confesor y sacerdote, introduce a sus discípulos en la intimidad de una revelación. Les concede la gracia de la fe y al tiempo, absuelve de sus pecados a aquellos jóvenes que salían purificados del trance. Ahora bien, ¿de qué pecados se trataba? Podemos imaginar muchos de ellos. Giner nunca escatimó sus consejos en todos los órdenes de la vida, incluso los de apariencia más trivial. Pero hay uno particularmente revelante, y recurrente a la fuerza: el de no haber pertenecido siempre a ese círculo escogido de los inmaculados y los radicales. Con eso, Giner los está también absolviendo de todo aquello que lleva aparejado el paso de ingresar en la vanguardia de los escogidos: la ruptura con el medio del que procedían, y la actitud de radicalismo que la adscripción a la secta inevitablemente entraña.

No todos los discípulos de Giner fueron radicales, pero el maestro cumplió hasta las últimas consecuencias la tarea que se había propuesto: transmitir la llama sagrada del progresismo, casi extinta durante la Restauración. Los más próximos de sus discípulos recogerán el legado y lo llevarán hasta donde el maestro no quería comprometerse personalmente. Desde el Sexenio sabía que esa no era su tarea. Esa ruptura, esa radicalización llevarán a muchos de ellos a traicionar el liberalismo propio de su linaje (o su propio e innato conservadurismo como en el caso de Ortega), así como el consenso liberal-conservador en el que, políticamente, se habían criado. La absolución de Giner, al tiempo que sustituye la experiencia religiosa, les garantiza una vivencia lo más indolora posible de este trance. El Abuelo no lo es por casualidad: propicia, facilita y da el visto bueno a la ruptura con el padre, que a su vez traicionó las esencias progresistas. Garantiza la continuidad del progresismo y suplanta la figura paterna, traidor por naturaleza se podría decir, con una figuración en la que la estética pasa a ser motivo central.

Al quedar convertido Giner en el santo patrón del progresismo español, el efecto de esa absolución se ha extendido más allá de su acción personal y su círculo inmediato de discípulos. Mucho después de su fallecimiento, su figura sigue absolviendo a quienes emprenden ese radicalismo sin objeto en que consiste el fondo de su legado: fundar una España imaginaria sobre las cenizas de la que existe.

 

[1] Citado en Jobit, P. (1936), vol. 2, p. 61, nota 1.

[2] Diario, 19 de febrero 1915, Azaña, M. (1966-1968), t. III, p. 815.

[3] Diario, 19 de febrero 1915, Azaña, M. (1966-1968), t. III, p. 814.

[4] Pijoan, J. (1927), p. 59.

[5] Delibes, A. (2006), pp. 66-70.

[6] “Por fortuna, no figuro entre los intelectuales, o sea, entre los contemplativos y diletantes; estoy entre los que ponen su alma y sus fuerzas, pocas o muchas, en la práctica (…). Carta a Costa, 10 de enero 1903, Costa, J. (1983), p. 170.