Gorbachov. El hombre de Moscú
De la multitud de escenas e imágenes de Gorbachov que se agolpan de pronto en la memoria, hay una persistente sobre todas: aquel momento increíble en el que Yeltsin, en la tribuna del Parlamento ruso, obliga a Gorbachov a leer las actas de un Consejo de sus ministros en el que se decide el golpe de Estado y, una vez terminado esto, le recuerda que le queda por firmar un “pequeño decreto”: ante la estupefacción del Presidente de la URSS y secretario general del PC soviético, le aclara que se trata de la suspensión de las actividades del Partido Comunista. Como mucha gente, me pasé aquellos días viendo -y grabando en vídeo, sin parar- las imágenes de la revolución. Jamás había imaginado un espectáculo como el de aquel 23 de agosto. Gorbachov había puesto en marcha una reformas extraordinarias destinadas a salvar la Unión Soviética. Ahora tropezaba con una realidad impensable. Tras el fracaso del intento de golpe de Estado y el asalto a la Casa Blanca -el nombre moscovita del Parlamento- los rusos habían acabado con el comunismo y con el partido comunista.
Yo estaba con Yeltsin. Me gustaba más aquel hombre que representó como nadie el deseo de emancipación de los rusos de una tiranía que había demostrado una suprema crueldad y una suprema ineficacia, todo con la aspiración de instaurar el paraíso en la tierra. Gorbachov, en cambio, tenía mejor prensa en Occidente. Se veía en él al reformador amable y realista, que había hecho posible el arranque de la democratización en Rusia y el derrumbamiento del Muro de Berlín casi dos años antes (otros largos y extraordinarios días de televisión y cintas de vídeo). Y, seguramente también por prudencia, se prefería confiar en el hombre del aparato empeñado en reformar el régimen desde dentro.
Hoy las cosas han cambiado en Rusia, y el recuerdo de Yeltsin no es tan amable con su figura. Gorbachov, en cambio, sigue siendo una figura impopular, al que se le atribuye el origen de todos los males que vinieron después. Recuerdo injusto, aunque prolongue la poca simpatía que suscitó en 1991, porque si algo hubiera querido Gorbachov es preservar la integridad territorial de la Unión Soviética e instalar una democracia sin rupturas. El golpe, no Yeltsin ni la reacción contra el propio golpe, demostró que aquello era imposible. Gorbachov no fue por tanto uno de esos protagonistas de las transiciones políticas que acaban siendo víctimas del éxito de su proyecto. Cayó porque su proyecto fracasó. Y aquel fracaso abrió la puerta a lo que vino luego, y que tan malos recuerdos suscita entre los rusos… con razón.
Bien es verdad que los nuevos dirigentes tuvieron que elegir, como dijo uno de ellos, entre una transición criminalizada a la economía de mercado y una guerra civil. Lo ocurrido en esa transición salvaje no disminuye el mérito, y la distinción, de haber acabado con la tiranía soviética. Tampoco el fracaso de Gorbachov disminuye su propio mérito. Él puso en marcha lo que luego otros continuarían. Y lo hizo sin recurrir a la violencia, como pocas veces lo han hecho los dirigentes rusos que alcanzan el poder que él llego a tener. Para entender su legado, hay que comprender a la vez la antipatía, o la animadversión, que sigue suscitando entre sus compatriotas y su decisiva contribución a un nuevo orden de libertad. Promesa, por cierto, que no se cumplió.
La Razón, 31-08-22