Antonio Maura. Primer gobierno y primer intento reformista (1902-1904)
De Antonio Maura. La política pura. Madrid, Gota a Gota, 2013.
El sucesor de Cánovas al frente del Partido Conservador acabó siendo Francisco Silvela. No le había resultado fácil. Cánovas, el Monstruo, apreciaba de Silvela su formación y su finura intelectual, pero no soportaba su insistencia en la dimensión moral de la política ni lo que consideraba su falta de carácter. Cánovas se inclinaba por Francisco Romero Robledo, un antiguo liberal sagastino que se había acercado a los conservadores al llegar la Monarquía constitucional. Romero Robledo era un hombre de partido, ajeno a cualquier disquisición de alta moralidad. Con él en Gobernación, el gobierno estaba seguro de ganar las elecciones.
Tras el asesinato de Cánovas, Romero Robledo se propuso aplicar en el conservadurismo un modelo parecido al que regía en el Partido Liberal de esos años: la perpetua negociación entre grupos unidos por un único denominador común único, alcanzar y distribuirse el poder. Romero Robledo significaba la continuación sin cambios del régimen, como si la sociedad española no hubiera evolucionado desde veinte años antes y no hubiera ocurrido nada en 1898. Además, Romero Robledo parecía ignorar la existencia del “Desastre” y las exigencias planteadas a partir de ahí. Azorín lo llamó el último político romántico.[1] Era una forma elegante de sugerir que había llegado el momento de la realidad más prosaica, la que encarnaba, en otra de sus muchas facetas, el movimiento regeneracionista.
De Cánovas a Maura: Silvela y el nuevo Partido Conservador
Silvela se proponía algo muy distinto. Quería reconstruir el conservadurismo sobre bases nuevas.[2] Como Cánovas, había dedicado mucho tiempo al cultivo de la historia. También a él le obsesionaba la decadencia de España. Era bien conocida su ironía, en la que asomaba una punta de nihilismo difícil de distinguir de cierta soberbia intelectual. Silvela era consciente de que destacaba entre muchos de los personajes políticos de su tiempo, cómodos en el tinglado canovista, el de maneras enérgicas, o en el sagastino, más transaccional y negociador. Cánovas, por su parte, tampoco le perdonó alguna insolencia. Y siendo Cánovas un hombre de acción por naturaleza, detectó pronto en su posible sucesor, una especial debilidad de voluntad: “(…) Cuando tropieza con algún obstáculo en su camino desmaya y abandona toda empresa (…).”[3] La falta de pulso que Silvela diagnosticó en la España de su tiempo bien se podía atribuir, al menos en parte, al autor del artículo.
Todo resultaba un poco paradójico. Habiendo llegado el momento de los cambios (la “revolución” de la que tanto hablaban los regeneracionistas), y viéndose estas reformas impulsadas por la presión de lo “positivo” frente a los ideales que habían conducido al “Desastre”, la figura llamada a dirigir la renovación era el político más sofisticado del régimen, y uno de sus representantes más exigentes en cuanto al juicio ético de su propia acción. Así las cosas, Silvela aceptó el reto con visión estratégica, y consolidó y amplió el conservadurismo durante cerca de cinco años, hasta que Maura, que compartía con él la preocupación moral, se hizo cargo de la situación y emprendió la gran reforma del Partido Conservador.
A Sagasta le había tocado presidir el “Desastre” del 98 desde la jefatura del Gobierno. Asumió el papel que le correspondía con dignidad y patriotismo. Así logró preservar la Corona y el régimen constitucional. Casi nadie se lo reconoció entonces. Sagasta había sido el gran promotor de la modernización de la Monarquía constitucional el que abrió la puerta al jurado, a la libertad de asociación y al sufragio universal. Ahora había pasado a convertirse en la viva representación de sus defectos. Cuando murió, en 1903, ya se estaba extinguiendo una forma de hacer política y con ella, “el coro de los agradecidos y los paniaguados”.[4] El mismo Silvela habló de la obra de “regeneración de la Patria” que le esperaba.[5]
Para cumplir su objetivo, Silvela organizó un gabinete de grandes figuras. El general Camilo Polavieja había hecho la guerra en Filipinas, de donde volvió convertido en una figura popular. Polavieja percibió los aires de cambio y pensó que él podía representarlos. No se atrevió a “pronunciarse”, porque los españoles de la época, educados en el civilismo liberal desde hacía casi treinta años, sentían aversión hacia la intervención de los militares en la vida pública. Así que publicó un manifiesto y se ofreció a la reina regente María Cristina, que no pudo hacer nada con él a falta de una organización política que sustentara la ambición regeneradora del general. Silvela, que comprendió que Polavieja representaba una aspiración viva en la sociedad de su tiempo, lo integró en su gabinete como ministro de la Guerra.
Silvela también se atrajo a otro hombre que tampoco contaba con apoyos en los partidos políticos. Era Rafael Gasset, director del El Imparcial. Silvela quería ganarse las simpatías de uno de los periódicos más influyentes de Madrid, y de paso poner a prueba la capacidad política de Gasset, empeñado en promocionar una de las grandes líneas del regeneracionismo como era la política hidráulica, es decir el aprovechamiento de los caudales de agua y la extensión del regadío. Entre los personajes más conservadores de aquel nuevo gobierno estaba Manuel Durán y Bas, que venía representando a Barcelona en el Congreso y el Senado desde 1865. La importancia de Durán y Bas no procedía sólo de su veteranía. Lo que contaba eran sus relaciones con el catalanismo, al que se le tendía una mano desde Madrid. Para Hacienda, Silvela contó con otro personaje de gran relevancia, su rival en la jefatura del conservadurismo: Raimundo Fernández Villaverde. Villaverde era toda una institución en el Partido Conservador a causa de su obsesión por restaurar el equilibrio presupuestario. La deuda pública, causada por el déficit, había lastrado la economía a lo largo de todo el siglo XIX y había empeorado con la Guerra en América y en Filipinas. Había llegado la hora de cambiar la situación. Finalmente, Silvela integró también su equipo a otra de las grandes figuras conservadoras de la nueva generación, Eduardo Dato, que traía novedades en la superación de los dogmas liberales acerca de la no intervención del Estado en la vida social.
Aquel primer gabinete de Silvela presentaba demasiadas contradicciones internas, en particular entre la ortodoxia presupuestaria sobre la que Villaverde no estaba dispuesto a transigir y las ambiciones regeneracionistas de Polavieja y de Gasset, que habrían exigido un gasto más generoso. Otros problemas vinieron de fuera. Los industriales y empresarios que lo habían apoyado no estaban contentos con la subida de impuestos. Los nacionalistas encontraron demasiado tibia la propuesta de descentralización. Y los militares no vieron satisfecha la ambición de restaurar el ejército. Aun así, en sus 19 meses de vida aquel gobierno tomó medidas serias. El presupuesto quedó nivelado y el Estado español, que estaba a punto de quebrar, recobró su solvencia. Creó el Ministerio de Instrucción Pública desgajado del Ministerio de Fomento: lo ocupó otro neoconservador procedente del liberalismo, Antonio García Alix. Dato, que no logró introducir la jornada de ocho horas, como era su objetivo, sí que consiguió promulgar una ley para asegurar a los trabajadores en los accidentes de trabajo, y reguló el trabajo de mujeres y niños.[6] El conservadurismo tomaba ventaja a los liberales en la política social. No la cedería en mucho tiempo. Quedaba demostrado que el Partido Conservador era sensible a los cambios ocurridos en poco tiempo y que era capaz de aglutinar a su alrededor algunas de las nuevas corrientes nacidas en ese tiempo.
Desde esta perspectiva, el significado regeneracionista del primer gobierno Silvela cobraba un sentido distinto al expuesto en el capítulo anterior. El regeneracionismo no expresa aquí una puesta en crisis de la idea nacional, del liberalismo y en última instancia de la propia acción política. Expresa algo positivo, como es la conciencia de que, después de lo ocurrido en Cuba y en Filipinas, la situación no podía seguir como hasta entonces. En España, el deseo de cambio no se expresó en forma de situación revolucionaria, como había ocurrido en Francia después de la derrota ante Prusia, o en Rusia tras la debacle ante Japón. Más bien se acentuó un movimiento que venía de antes. Se pedían cambios que dieran contenido al régimen y que lo sacaran de la ineficacia que había demostrado en los últimos años. El sistema político debía dejar de ser un obstáculo para el progreso, económico y moral, de España. Llegaba la hora de la realidad y de una cierta forma de autenticidad. Frente a la retórica y a la pompa decimonónica, el realismo de las reformas administrativas, económicas, tributarias, de obras públicas. Se imponía la búsqueda de la eficacia.
Jefe del Partido Conservador
Silvela cayó un año y medio después de haber formado su gabinete. Hubo dos paréntesis en forma de gobiernos conservadores no presididos por Silvela, y llegó luego lo que Maura llamó una “laguna”, que fue un gabinete presidido por Sagasta en sus últimos meses de vida.[7] La mayoría de edad de Alfonso XIII hacía inexcusable un cambio. Y ese cambio lo encarnaban los conservadores, que ya habían dado un impulso nuevo a la política española.
Ese era el programa de Maura: “La inmensa mayoría del pueblo español está abstenido, no interviene para nada en la vida pública; (…) eliminad las muchedumbres socialistas, anarquistas y libertarias, que forman otra constelación [es decir, están fuera del sistema]. De los que quedan, restad las masas carlistas y las masas republicanas de todos los matices; id contando mentalmente lo que os queda; subdivididlo entre las facciones gobernantes, y decidme la fuerza verdadera que le queda en el país a cada una, la fuerza que representa cada organismo gobernante, con su mayoría, con su voto decisivo, con la acción y la dirección que ejerce en los negocios de la nación. Esta es la realidad.”[8] La política en España debía proponerse la movilización de esa “masa neutra” que no se identificaba con sus gobernantes.
Así es como entendía Maura la “falta de pulso” diagnosticada por Silvela. Esa fue la línea del propio Silvela en su segundo gabinete, tras el paréntesis de Sagasta. Esta vez, como ya sabemos, contó con Maura en Gobernación, un ministerio estratégico. Maura volvía al gobierno después de doce años. Tenía el carácter y la decisión que a Silvela parecían faltarle aunque Silvela sí que tenía la organización partidista de la que Maura carecía.[9] Compartían un concepto ético de la vida pública y la misma reflexión sobre la necesidad de cambiar las cosas. En 1899 Silvela había hablado de la “revolución hecha desde arriba” y dos años después, en 1901, Maura había recogido los mismos términos: “España entera necesita una revolución en el Gobierno”.[10]
El programa del nuevo gobierno Silvela-Maura se centró en la reforma de la administración. La participación en la vida política era la llave para el acceso de los españoles a la ciudadanía y para la regeneración o –más propiamente dicho- la democratización del sistema político. Según los usos de la Monarquía constitucional, el nuevo gobierno tenía que convocar elecciones. Y aquí es donde Maura, responsable de organizarlas, se enfrentaba a un dilema. Si las “hacía” según las costumbres de la época, todo su programa se vendría abajo. ¿Qué crédito tendría una reforma democratizadora basada en las prácticas caciquiles al uso?
Maura no tenía dudas. Las elecciones debían ser “radicalmente, brutalmente sinceras”. Declaró que no admitiría coacciones, ni listas de candidatos, ni encasillados. “Si se pierden las elecciones –llegó a decir- que se pierdan”. Nadie lo creyó, claro está: un cínico más que anunciaba lo que había que hacer y jamás se cumplía, como tan bien describió Azorín en uno de sus artículos.[11] Ocurrió lo contrario. En 1881, cuando se estrenó en el Congreso, a Maura le cayó la tarea ingrata de revisar las actas impugnadas. El nuevo diputado recibió un baño de realidad. En aquella comisión quedaban en evidencia todas las maniobras, las corruptelas e incluso la violencia que entraban en juego a la hora de ganar un escaño. Más de veinte años después, desde el despacho de la Puerta del Sol, se enfrentaba a la posibilidad de empezar a erradicar todo aquello.
Maura contaba con el apoyo de Silvela. Gracias a eso, se celebraron las elecciones más limpias que se recordaban en mucho tiempo. No lo fueron del todo porque la abstención ministerial no impedía todas las coacciones, pero sí demostraron que el ministro y el presidente del Gobierno iban en serio. El resultado fue que los conservadores, aun obteniendo una mayoría holgada, caían de 271 a 229 diputados. En cambio, en Madrid, Barcelona y Valencia ganaban los republicanos. Sacaron 34 diputados, cuando en las elecciones anteriores habían sacado 29.[12]
El terremoto sacudió con especial intensidad el Palacio de Oriente. Ni la Reina madre ni Alfonso XIII juzgaron adecuado un saneamiento que –pensaban- podía llevarse por delante la Corona, con consecuencias revolucionarias para el país. Se notificó a Silvela la conveniencia de prescindir del ministro de Gobernación, pero Silvela no aceptó la sugerencia. Antes plantearía la “crisis total”.[13] En realidad, ya estaba planteada, porque resultaba inconcebible que las elecciones municipales, que se debían celebrar poco después (en noviembre), tuvieran resultados parecidos a los de las legislativas. El pretexto para la disolución lo dio un debate parlamentario suscitado por Villaverde, que entretanto había salido del gobierno en defensa de la ortodoxia presupuestaria.
Pocos meses después, en noviembre de 1903, se ventiló en el mismo Congreso una de las cuestiones que estaban en el fondo del asunto. Entre Villaverde, por una parte, y Silvela y Maura, por otro, no sólo había diferencias doctrinales o de programa. Lo que la salida del gobierno de Silvela planteaba era la cuestión de su sucesión al frente del Partido Conservador, que ya había quedado puesta sobre la mesa con la renuncia de Silvela a la jefatura del Partido Conservador dos semanas antes. Hoy la figura de Maura ha oscurecido a Villaverde, pero entonces el resultado no estaba tan claro. Villaverde era un hombre con experiencia, respetado por todos y, frente a un Maura recién llegado al conservadurismo, un veterano del partido. La preferencia de la Corona, por otra parte, no ofrecía grandes dudas después de lo ocurrido en las elecciones.
Maura, que no quería apresurar las cosas, hizo en las Cortes una declaración de lealtad al Partido Conservador y a Silvela. El discurso fue recibido con una ovación espectacular del grupo conservador, que contrastó con la tibieza con que los diputados acogieron las palabras de Villaverde. Allí mismo quedó sellado el traspaso de poderes a Maura dentro del partido, con unas palabras de Silvela destinadas a la Historia: “¡Ese es vuestro jefe! ¡Tomadle!”[14] En lo personal, Maura venció, no sin esfuerzo, los escrúpulos ante una responsabilidad que acababa con su carrera profesional de jurista y tal vez pusiera en peligro el futuro económico de su familia.[15] Se celebraron las elecciones municipales. La presión del gobierno, con Villaverde a la cabeza, impidió el triunfo de los republicanos en Madrid, aunque no en otras capitales. Por su parte, los republicanos impidieron que el Congreso aprobara a tiempo los presupuestos para 1904. Villaverde presentó la dimisión. Le había llegado la hora de gobernar al nuevo líder de los conservadores.
Primer Gobierno
Maura nombró rápidamente a su gobierno, un grupo de hombres fieles, previamente negociados. Su llegada a la Presidencia sosegó el debate parlamentario y permitió sacar adelante el presupuesto. Pronto, a principios de enero de 1904, surgió un escándalo político. Fray Bernardino Nozaleda y Villa –de la Orden de Predicadores y a partir de aquí padre Nozaleda- fue el último arzobispo español que ocupó la sede de Manila. Había salido de España para Filipinas en 1873 y no dejó la sede de Manila hasta 1902. Vivió en primera línea los movimientos en pro de la independencia, la reacción de las autoridades españolas, el conflicto con Estados Unidos y los primeros años de ocupación norteamericana. El 31 de diciembre, fue elegido arzobispo de Valencia y de inmediato se desencadenó una furibunda campaña contra él. Los religiosos españoles en Filipinas eran acusados de traición a España, complicidad con los norteamericanos en la rendición de Manila, corrupción, indignidades de toda clase. El adre Nozaleda era la encarnación del “peligro frailuno”, esos frailes que venían siendo el objeto predilecto del anticlericalismo español desde la década de 1830 y lo serían hasta mucho después.[16]
Nozaleda se defendió como pudo en un folleto, pero la campaña tenía otro objeto, de más empaque. La elección de Nozaleda para la sede de Valencia requería la autorización del presidente, y ese fue el pretexto para una campaña que se propuso identificar definitivamente a Maura con el “clericalismo”. Participó toda la izquierda del Partido Liberal, incluidos Canalejas y Romanones. Romanones llegó a decir que el nombramiento del padre Nozaleda “pinta de cuerpo entero al señor Maura, cuya soberbia sólo puede compararse con su clericalismo”.[17] Es fácil imaginar el de la campaña que hicieron republicanos, socialistas y anarquistas. De los periódicos, tan sólo se abstuvieron unos cuantos medios de derechas o claramente integristas. Unamuno fue de los pocos intelectuales que defendieron al padre Nozaleda.[18]
Maura se mantuvo impávido ante el escándalo. Mientras no se demostrase lo contrario, el padre Nozaleda era inocente. (Años antes, en las Cortes, Maura había defendido a Miguel Morayta, el político republicano acusado de masón, en nombre de la libertad de creencias.[19]) A Romanones le contestó que “la autoridad del gobierno está vinculada a la razón y la justicia, y tiene que defender la razón y la justicia cueste lo que cueste, aunque cueste la vida”.[20] Además, campañas como aquella no podían prevalecer sobre las decisiones respaldadas por una mayoría parlamentaria. Por eso, para demostrar la superioridad de la decisión tomada democráticamente, según las leyes, no dejó de contestar en las Cortes ni una sola de las intervenciones que se le dirigieron. Ante la prensa, mantuvo una actitud de frialdad. “La opinión –dijo en el Parlamento- no es cualquier cosa que suena en la calle, no es cualquier movimiento transitorio que alborota más o menos. (…) La opinión a que yo atiendo es la de las gentes que están en sus casas, en su taller, que hablan en los caminos, en las tertulias, en los salones y en las tabernas, descontando siempre toda aquella parte de sugestión que nace de ciertas campañas bien fáciles.”[21] Con mayor crudeza, habló del “sonajero”, el “cacicato de la publicidad” y de la “espuma de cerveza”.
En 1898, el propio Maura había participado, junto con Germán Gamazo, en la fundación de un periódico, El Español. Entonces había puesto en él grandes ilusiones, aunque lo cerró cuando llegó al ministerio de Gobernación en 1903[22] porque pensaba que un gobernante debe actuar en las instituciones, no mediante la manipulación de la opinión pública. También liquidó las ayudas oficiosas a la prensa, el llamado “fondo de reptiles” que nutría a una parte importante de los medios. Es fama que aquello no le granjeó precisamente las simpatías de algunos periódicos. Hablar del “sonajero” no mejoró las cosas.
Así empezó a fraguarse la leyenda. Maura no parecía un dirigente al uso. Su soberbia, su impasibilidad, su desdén le convertían en un personaje de dimensiones propias, blanco fácil de las campañas en contra que él mismo parecía provocar, no sin ingenuidad. Cuando en mayo de 1903, en plena campaña electoral, hubo problemas de orden público, la prensa cubrió los disturbios con gran dramatismo. Maura publicó una nota de reproche en la que la acusaba de servir de portavoz a intereses electorales no confesados. Los ataques redoblaron, como era de esperar, y la nota fue llamada con sorna la “de las trompetas de Jericó”…[23] La leyenda negra tenía un reverso, no del todo positivo. Si lo que España necesitaba era un Hombre, con mayúscula, como el regeneracionismo quería, Maura parecía cumplir los requisitos.
El asunto Nozaleda acabó desinflándose. Nozaleda había mantenido en Manila una conducta humana y patriótica. Una vez aclarada su inocencia, renunció a la sede valenciana. De quienes lanzaron la campaña, a ninguno se le ocurrió pensar en si era lícito intentar destrozar a una persona para alcanzar un objetivo político. Maura, por su parte, salió reforzado. También había enviado una clara señal a la derecha católica, en particular a la liderada por Alejandro Pidal y Mon, que llegó a ser gran amigo suyo. En contrapartida, había cuajado la relación entre liberales y fuerzas de extrema izquierda –como entonces se decía, es decir organizaciones ajenas al sistema bipartidista-, en particular los republicanos. Además del anticlericalismo, el anti Maura se convertía ahora en el pretexto perfecto para profundizar una relación con gran futuro.
Los debates parlamentarios sirvieron para que cuajara del todo. Uno de estos debates acabó en sesión permanente de dos días de duración. Fue el de los Suplicatorios, cuando Maura defendió, frente a liberales y republicanos, que los diputados no pudieran ampararse en la inmunidad parlamentaria en casos de procesos civiles. El problema tenía su origen en los periódicos republicanos, que solían colocar de director a un diputado (amparado por la inmunidad) para publicar cualquier cosa. La situación, como se entendía en general, era indigna de la institución parlamentaria. Para acabar con ella, Maura alegaba además razones de pura igualdad democrática. Por su parte, los liberales y los republicanos defendían el privilegio… alegando la mala fe de los conservadores. No había posible punto de negociación. Se salió del atasco gracias a una propuesta de Lerroux, el líder republicano.[24]
Siguiendo su línea de conducta, Maura no rehuyó el enfrentamiento. Al contrario, la discusión parlamentaria le proporcionó siempre la ocasión de exponer sus puntos de vista y suministrar a la opinión pública elementos doctrinales básicos. Ante Salmerón, en un debate sobre la legalidad de los partidos políticos, explicó una vez más una idea que ya había tenido ocasión de exponer en los debates sobre la implantación de la autonomía en Cuba: que sólo los actos están sometidos al Código, y que las ideas (y por tanto los partidos que las sustentan) no son objeto de delito. Lo importante, vino a decir, es el respeto a las leyes, e inculcar ese espíritu era el objetivo que se había propuesto su gobierno, “a quien llamaban reaccionario y clerical”.[25]
El debate también le daba ocasión de ejercitar su talento para la fórmula concisa, auténtico concepto según la preceptiva clásica española, que sintetizaban razonamientos complejos y más de una vez resultaron letales para el adversario. “La injuria tiene un escaño”, dijo sobre la posición de la izquierda en las Cortes. Y al recibir en su despacho las explicaciones de un conservador que se había sumado, como otros de su partido, a una intriga contra él, le contestó: “No se canse usted. Sentí que abrían la puerta del despacho donde trabajaba; vi al agresor entrar y encañonarme con la pistola; oí el estrépito de los disparos; los impactos de las balas han dejado huella en la pared… Lo único que falta es el cadáver.”[26]
Nacionalismo. Maura en Barcelona
Si a Maura le gustaba afrontar los debates, no iba a quedarse callado ante lo que se estaba convirtiendo en una de las “cuestiones batallonas” del momento, el nacionalismo catalán. En la primera mitad del siglo XIX, el romanticismo había traído a España, y en particular a Cataluña, los aires conservadores del redescubrimiento de una tradición cultural propia. Fueron los años de la Renaixença, de la evocación de una patria perdida, de la vuelta al catolicismo y a la espiritualidad frente a la labor “disolvente” y corrosiva del liberalismo. Aquel movimiento nostálgico y sentimental, europeo en su esencia, cuajó luego en movimiento político durante el Sexenio revolucionario, cuando las Cortes de 1873 proclamaron una República federal. El experimento desacreditó cualquier intento de trasladar a la política un deseo como aquel.
El “Desastre” del 98 cambió la situación. Según el movimiento regeneracionista, la derrota había demostrado que la Nación y el Estado español eran entidades ficticias, levantadas por un proyecto político fracasado, como había sido el liberal. Desde esta perspectiva, el nacionalismo catalán es tan sólo una forma más de regeneracionismo español. Así como la Generación del 98 y los institucionistas creyeron descubrir la España auténtica en el paisaje y en algunas formas muy escogidas de la vida popular, un grupo de catalanes proclamó la nación catalana como tabla de salvación ante el cataclismo –la mixtificación- española. Enric Prat de la Riba fue el primero en proclamar la “nacionalidad” catalana, en 1906. Era un hombre católico y conservador. La nación que él proclamaba no era una entidad histórica. Era una creación divina que había sabido mantener costumbres y legislaciones centenarias, muy anteriores –y supervivientes- a esa ficción cochambrosa que era España.
El movimiento devolvió credibilidad al catalanismo político desprestigiado en 1873. Prat de la Riba y sus amigos, entre ellos un joven Francesc Cambó, no eran unos completos iluminados. Como los demás regeneracionistas, aspiraban a llenar de contenido un sistema que no respondía a los problemas reales de la sociedad ni a los intereses de una región rica e industrializada. Crearon un partido político, la Lliga Regionalista, que se impuso en las elecciones de 1901. La razón de esta victoria estuvo en el dinamismo con el que los nacionalistas presentaron una alternativa a los dos partidos nacionales, el Conservador y el Liberal. También el gobierno de Silvela contribuyó al éxito. En 1901, Silvela consideró a Cataluña perdida para la regeneración conservadora y abandonó el campo a los nacionalistas, de ideología más acendradamente conservadora. La derecha nacional dejó de estar presente en Cataluña, sustituida por un nacionalismo con objetivos propios.
Maura no podía ser indiferente a lo que representaba el nacionalismo catalán. En Mallorca, su región natal, no había surgido ningún movimiento nacionalista que aspirara a refundar España de nuevas, pero eso no le impedía tener una experiencia propia de la diversidad lingüística y cultural española. El nacionalismo catalán volvía a plantear el impulso descentralizador que estuvo en la base de su propuesta autonomista para Cuba, en 1893. No habría, por tanto, una respuesta represiva contra el nacionalismo. Donde había que plantarle cara era en el “corazón” de los catalanes. Maura tenía que atraerse los intereses de quienes se sentían representados por el nacionalismo.
Así es como Maura se propuso realizar lo que parecía imposible: llevar al Rey a Barcelona. El joven Alfonso XIII había visitado varias regiones españolas. No así Cataluña, donde se temía la posición en contra de la Lliga Regionalista –el partido de los nacionalistas- y la actitud del Partido Republicano de Lerroux, que había conseguido implantarse en Barcelona y ponía en jaque, al mismo tiempo, la hegemonía nacionalista y las bases de la lealtad monárquica. Ante el anuncio del viaje, la Lliga decidió preconizar la indiferencia. El lerrouxismo, del que se temía lo peor, aconsejó la contención, tal vez para no enfrentarse a un desmentido popular. El caso es que el paseo del joven monarca a cuerpo limpio, a caballo por las calles de Barcelona en abril de 1904 suscitó el entusiasmo de los catalanes.
Para Maura, se había roto el maleficio. Había quedado demostrada la vigencia de la Corona y del régimen constitucional en una región en la que triunfaban quienes se decían al margen. Las famosas “masas neutras” habían salido de su letargo. Habían hecho acto de presencia todos aquellos que se venían absteniendo en las elecciones, los mismos que permitían el triunfo de republicanos y nacionalistas. Lejos de ser una figura lejana y artificial, el Rey había demostrado su cercanía. El pueblo no había olvidado la lealtad a la Corona. Era un triunfo personal de Maura, que consolidaba el gran proyecto de convertir el Partido Conservador en la instrumento de democratización del régimen liberal. Durante la visita del Rey al Ayuntamiento, los concejales de la Lliga, entre ellos Cambó, desobedecieron la consigna de abstencionismo preconizada por su partido y dieron la bienvenida al monarca. Aquel nacionalismo no podía dejar de tener en cuenta la realidad española de la que formaba parte. Maura se había impuesto incluso a los nacionalistas.
La libertad conservadora[27]
Maura estuvo a punto de pagar un precio desmedido por el éxito. Durante la visita real, el 12 de abril, estando Maura subido en su coche frente a la basílica de la Merced, un hombre se subió al estribo con un sobre en la mano. Maura alargó el brazo para coger lo que parecía un memorial, pero el hombre gritó “¡Viva la anarquía!” al tiempo que le clavaba en el costado izquierdo un cuchillo de monte, con una hoja de unos veinte centímetros. El hombre se dio a la fuga, aunque pronto fue detenido. Se llamaba Joaquín Miguel Artal y tenía 19 años. El cuchillo no tocó ningún órgano vital porque en ese mismo momento el coche había arrancado y desvió el impulso. Una vez curado, Maura recibió la visita del Rey y con él reemprendió algunos días después el viaje, que les llevó a Mallorca, una estancia menos tensa. (El cuchillo se conserva en la Fundación Antonio Maura.)
La presencia de terroristas anarquistas estaba entre las causas que desaconsejaban el viaje del Rey a Barcelona. En agosto de 1897 un terrorista había acabado con la vida de Cánovas, el jefe del conservadurismo liberal. Ahora otro terrorista había intentado asesinar al jefe del conservadurismo liberal y democrático.
En agosto de 1903 una parte de la población del municipio gaditano de Alcalá del Valle había respondido al llamamiento a la huelga general realizado por una organización anarquista. La protesta había degenerado en un enfrentamiento violento. Resultó muerto un jornalero de quince años y los huelguistas prendieron fuego a los archivos municipales. Hubo una campaña de propaganda para la liberación de los presos acompañada de acusaciones de tortura por parte de la Guardia Civil. Las torturas habían sido erradicadas desde el proceso de Montjuic en 1896, y la justicia demostró que las acusaciones eran falsas. El gobierno quería evitar que se consolidara la calumnia y en 1904, antes de la absolución, concedió el indulto a los campesinos encausados. Luego se dijo que Artal, el asesino frustrado de Maura en Barcelona, había actuado movido por el deseo de vengar lo ocurrido en Alcalá del Valle.[28]
Como ya había ocurrido con el gobierno de Silvela en 1902, el nuevo gobierno puso en marcha algunas medidas de política social. Quedó constituido el Instituto de Reformas Sociales. Los conservadores, en particular Maura y Eduardo Dato, siempre lamentaron que los socialistas no se decidieran a participar en la Monarquía constitucional y se negaran a tener representación en las Cortes, como estaban haciendo los partidos socialistas del resto de Europa. El empeño por dialogar con quienes se proclamaban representantes puros de la “clase trabajadora” llevó al conservadurismo a la creación del Instituto, donde los socialistas sí que aceptaron estar presentes. Era un poco paradójico, porque allí no tenían la autoridad ni el poder que da el mandato democrático.
El boicot de los socialistas, atrincherados tras la bandera del obrerismo y la lucha de clases, no impidió al gobierno Maura continuar con la línea de reformas sociales que había promovido Dato. Así es como promulgó un reglamento para el cumplimiento de la legislación sobre el trabajo. También sacó adelante una ley de protección “física y moral” a los niños menores de diez años. Arsenio Linares, el ministro de la Guerra, consiguió aprobar en el Congreso el servicio militar obligatorio. Contó con la oposición de los nacionalistas catalanes y los diputados católicos porque el texto no preveía exenciones para los sacerdotes ni los religiosos. El proyecto se atascó luego en el Senado. La ley de huelga, otra sobre pago de jornales y exenciones fiscales para las cooperativas, la modificación de la ley sobre Accidentes de trabajo y la mejora de la Ley sobre trabajo de mujeres y niños quedaron todas suspendidas tras la caída del gobierno en diciembre de 1904.[29]
En cambio, el gobierno consiguió sacar adelante la Ley de descanso dominical. Más explícitamente aún que el resto de la legislación social conservadora, esta ley mostraba algunos de los aspectos más importantes del intento de Maura. Ya hemos visto que el concepto de “regeneración” se sustituye ventajosamente con el de “democratización”. En este punto, el mejor equivalente es el de “moralización”. Mediante su obra legislativa, el Gobierno y las Cortes aspiraban a suavizar la cultura de los españoles y a humanizar una sociedad que tendía con demasiada facilidad a la degradación y a la violencia, sobre todo en un momento de rápida industrialización y urbanización. La ley no iba a restaurar ningún orden moral, pero debía permitir que las personas vivieran en un mundo donde fuera posible el libre ejercicio de la elección moral. Fue atacada, con furor, desde casi todos los frentes. Los republicanos y la prensa liberal la acusaban de ser una “ley clerical” porque “santificaba los domingos”: fue una batalla más de la guerra de la prensa contra Maura.[30] Como la ley ordenaba el cierre de tabernas y de plazas de toros (no, en cambio, de los teatros), se la acusó de ser antitaurina. Sólo los socialistas, que entonces presumían de puritanismo, la apoyaron. Así que los argumentos en contra cambiaron. De clerical, la ley pasó a ser peligrosamente socialista. Hubo modificaciones y ajustes, porque muchos sectores o “clases”, desde los fotógrafos o las peluqueras a los toreros, querían seguir trabajando los domingos. Al fin salió adelante.[31] Fue un debate importante, como a Maura le gustaba.
En la misma línea de moralización, aunque desde otra perspectiva, está el esfuerzo de Maura por reforzar y dignificar las instituciones. En la función pública, Maura y su gobierno se propusieron profesionalizar los cuerpos de los funcionarios. También sacaron adelante una Ley de Responsabilidad Civil de los Funcionarios, destinada a acabar con las malas prácticas, la corrupción y la desidia en la Administración. La ley debe encuadrarse en la ofensiva anticaciquil que Maura continuará, ampliándola, unos años después, en su segundo gobierno.
La posición internacional de España
La derrota de 1898 había puesto en claro algunos hechos que iban más allá de la política interna española. La destrucción de la escuadra había sacado a la luz la debilidad de la Armada española, más grave aún en un momento en el que el poder y la influencia internacional de un país empezaban a depender, sobre todo, de su flota. Maura se empeñó en cambiar esta situación. En este su primer gobierno establecería, junto con el ministro de la Marina, el capitán José Ferrándiz, algunas de las grandes líneas que llevaría a la práctica en su “gobierno largo”. El conflicto había demostrado también que la política de “recogimiento” instaurada por Cánovas en su afán de proteger las energías nacionales había llegado a un punto muerto. Las “siete llaves al sepulcro del Cid”, en la versión costista de la estrategia de Cánovas, no nos protegían de nada. España no podía seguir al margen del nuevo orden internacional que las potencias estaban imponiendo en el mundo.
La situación se agravaba porque a raíz del 98, España había quedado indefensa y sus territorios, a la merced de cualquier potencia. Entre 1898 y 1904, la opinión pública española, y en particular quienes conocían la gravedad de la situación, se interrogaban acerca del alcance real de lo ocurrido. ¿Quedaría el “desastre” limitado a la pérdida de Cuba, de Filipinas y de Puerto Rico? ¿O continuaría con las plazas de las Baleares –entre ellas la isla natal de Maura-, las ciudades españolas del norte de Marruecos y las Canarias, como había ocurrido con las Islas Marianas, las Carolinas y las Palaos, vendidas a Alemania en 1899? ¿Estaba seguro el territorio peninsular, en particular la zona costera del sur, que se encontraría sin posibilidad de defenderse si se derrumbaba el esquema estratégico que hacía del norte de África la auténtica frontera española?
Estas preguntas, y no una especulación metafísica, explican por qué el estado de ánimo de las élites, después del 98, alcanzó tal punto de depresión. La ideología imperialista de la época dividía el mundo entre naciones vivas y naciones moribundas. Quedaba justificado el sometimiento de estas últimas o incluso el reparto de su territorio.[32] Nadie dudaba de dónde había quedado España. La respuesta, sin embargo, no tardó en venir.
Ya en 1899 Silvela manejó con prudencia una crisis que llevó al enfrentamiento del Gobierno español con el británico, al constatar los ingleses que en el campo de Algeciras se estaban levantando fortificaciones cuyo objetivo podía ser el de poner en peligro la base naval inglesa.[33] El incidente dio la medida de la fragilidad y la tensión de la posición de España en la política internacional. Llegó luego el reparto de influencias en África, entre Gran Bretaña y Francia. En el acuerdo o “entente” que se estaba fraguando, a Francia le correspondería Marruecos y a Gran Bretaña, Egipto. En 1902, Silvela se negó a aceptar la invitación de Francia para repartirse entre españoles y franceses el territorio marroquí. La presencia de los ingleses en Gibraltar, destinada a asegurar el paso del Estrecho para su flota de camino a las posesiones en el este de África y en Oriente, hacía aconsejable la posición más cautelosa.
La situación cambió en abril de 1904, cuando Inglaterra y Francia llegaron a un acuerdo sobre el reparto de influencias en el norte de África. Las dos potencias habían dejado de lado al gobierno español, lo que demostró una vez más la debilidad de España. Una vez firmado el acuerdo, invitaron al gobierno español a sumarse a él. Descartada la presencia de Francia y de España en el este de África, quedaba por delimitar la respectiva influencia de los dos países en Marruecos, una vez que Gran Bretaña se había asegurado su presencia en el Estrecho (con Gibraltar) y en el Mediterráneo occidental (con su marina de guerra). La negociación entre los gobiernos francés y español garantizó que España mantendría su influencia en la franja costera marroquí, con el Rif como territorio principal.
Comparado con la expansión imperialista propia de la época, aquello era algo muy modesto. Ahora bien, la adhesión al acuerdo, firmada el 3 de octubre, permitía a España poner a salvo todos sus territorios, asegurar el eje estratégico formado por las Baleares, las ciudades africanas y las Islas Canarias, y garantizar la defensa del territorio peninsular. Seis años después, se despejaba la situación de inseguridad producida por el 98. La adhesión al acuerdo entre Francia e Inglaterra acababa también con el “recogimiento” y sus consecuencias. España volvía a integrarse en la política internacional. Maura, su ministro de Estado y los negociadores habían sacado a España del aislamiento. Aquello requería una nueva actitud y nuevos medios: una política marroquí que defendiera a España allí donde estaban sus intereses estratégicos y la reconstrucción del instrumento básico de la política internacional de aquellos años, como era la escuadra.[34]
El dinamismo demostrado por Maura al frente del gobierno había empezado a hacer realidad la famosa “revolución desde arriba” preconizada por Silvela y por él mismo en años anteriores. Una acción política tan decidida y tan ambiciosa requería el apoyo claro de la mayoría parlamentaria, algo que Maura se esforzó siempre en conseguir, y también la confianza del Rey. Alfonso XIII había llegado a la mayoría de edad en 1902 y ya desde su primer Consejo de ministros con Sagasta había dejado claro que se disponía a ejercer las prerrogativas que la Constitución le concedía. Entre estas estaba el nombramiento de algunos de los cargos militares. Le correspondían desde que Cánovas hiciera del Monarca el jefe supremo del Ejército para sofocar las tentaciones políticas de los altos cargos militares.
La relación de Maura con el Rey no resultó siempre fácil porque Maura no quiso dejar pasar la ocasión de educar al joven monarca.[35] Aun así, las diferencias fueron casi siempre anecdóticas, las propias de un joven de dieciocho años enfrentado a un deber absorbente que Maura no hacía mucho por aligerar. En algún viaje oficial, el joven Rey también quiso distraerse un poco en detrimento del aplastante programa oficial. El Rey estaba empeñado en disponer de un coche propio, algo a lo que Maura se opuso por considerar que el monarca no se podía exponer a ningún peligro innecesario. Por otra parte, Alfonso XIII había sido educado con un gran sentido de la dignificad de su oficio, muy en la línea de exaltación de la Dinastía que había traído de Austria la Reina Regente. Muy de su tiempo, Alfonso XIII también quería participar en la empresa de regeneración de su patria. Era un rey regeneracionista.
El enfrentamiento llegó a raíz del nombramiento del Jefe del Estado Mayor. Alfonso XIII quería que fuese Polavieja, mientras que el ministro de la Guerra, el general Arsenio Linares, tenía su propio candidato. Ni Maura ni su ministro lograron convencer al Rey, que constitucionalmente tenía razón. Maura se solidarizó con su ministro, como por otro lado era su deber, y presentó la dimisión, aceptada de inmediato, el 16 de diciembre de 1904. El capricho de un Rey adolescente acababa con un gobierno y una política que constituían el mejor de sus apoyos, además de un proyecto destinado a devolver a España, poco a poco, al puesto que le correspondía entre las grandes naciones europeas.
Maura no había previsto la crisis y manifestó su pensamiento en privado. “Creía poseer continentes de confianza regia, y resulta que no tenía más que un tiesto.” También se declaró “relevado”, aunque luego, en un discurso en las Cortes, se esforzó por cubrir la responsabilidad real.[36]
[1] “Con el señor Romero Robledo, a nuestro entender, desaparece de la política española un linaje de hombres generosos, francos, soñadores románticos”. “Romero Robledo”, 1906 en Azorín (1961): III-801.
[2] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 31-40.
[3] Luis Arranz Notario, en Silvela, F. (2005): XCI.
[4] Maura, A. (1953a): 228.
[5] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 33.
[6] Fernández Almagro, M. (1970): III, 247-248.
[7] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 42.
[8] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 39-40.
[9] González, M. J. (1997): 47.
[10] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 41.
[11] “Perder” las elecciones, en Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 49. Azorín, en “Las elecciones” Azorín (s.f.): 25-39.
[12] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 49-50.
[13] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 50.
[14] Romero Maura, J., en Maura, M. (2007): 30.
[15] Cit. en Romero Maura, J., en Maura, M. (2007): 44.
[16] Hernández Hortigüela, Juan (2012)
[17] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 57.
[18] Sevilla Andrés, D. (1954): 234.
[19] Maura, A. (1953a): 46-50.
[20] González, M. J. (1997): 69.
[21] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 58.
[22] González, M. J. (1997): 30-31 y 64.
[23] Gómez Aparicio, P. (1974): 145
[24] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 58.
[25] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 59.
[26] Maura, G. y Fernández Almagro, M. (1999): 60.
[27] Discurso de Maura en el Congreso de los Diputados, 2 de octubre de 1904. En González, Mª. J. (1997): 100.
[28] J. Avilés (2006): 138-141.
[29] González, M. J. (1997): 92.
[30] Gómez Aparicio, P. (1974): 196-198.
[31] González, M. J. (1997): 94.
[32] Jover Zamora, J. M. (1995): I- L-LII.
[33] Jover Zamora, J. M. (1995): I- XC.
[34] Jover Zamora, J. M. (1995): I-CXV-CXVI.
[35] González, M. J. (1997): 73.
[36] Sevilla Andrés, D. (1954): 267.