Activismo artístico
En 2011 Ai Weiwei fue elegido el artista más poderoso del mundo y ahora clausura dos exposiciones en Dinamarca (Dinamarca…) para protestar por las medidas sobre los refugiados adoptadas por este país. Como es bien sabido, Ai Weiwei es un “artista” en el sentido actual, es decir en el sentido castizo, del término. Vive de vender humo a instituciones subvencionadas, como las famosas pipas de porcelana con las que cubrió una sala en un “museo” londinense. Como otros muchos artistas, ha hecho de la autopromoción toda una profesión y ha cumplido una vez más, a escala planetaria, el destino fatal de las vanguardias, que ha sido siempre la búsqueda de las subvenciones públicas.
Weiwei es también “activista”, es decir –también en el sentido moderno- alguien que se mueve y aparece en los medios de comunicación. También asegura que el objeto de su activismo consiste en promover los derechos humanos en su país, y fuera. De resultas de estas actividades, las autoridades chinas lo metieron en un calabozo. Salió poco después para proseguir su militancia, jaleada en las democracias liberales como una heroicidad. El activismo es el arte.
No es necesario compartir la brutal política del régimen chino en materia de derechos y libertades para darse cuenta que “artistas” como Weiwei desacreditan, más que promueven, los derechos humanos y la libertad. Si el respeto a la dignidad de las personas está ahora en manos de gente como estos “activistas”, habremos de preguntarnos qué “derechos humanos” están defendiendo las democracias liberales. Y tal vez comprendamos por qué tantos países las han dejado de ver como un modelo que valga la pena imitar. Si estos son los Sajarov contemporáneos, estamos chapoteando bastante bajo.