Ante el 8M
Hace unos años hablar de feminismo suponía referirse a un movimiento social que buscaba la igualdad entre hombres y mujeres, igualdad basada en los derechos humanos y que tenía en cuenta las diferencias entre los sexos. Diferencias de origen biológico que sólo en parte determinaban la conducta respectivas y que no anulaban en modo alguno la ambición de que cada cual cumpliera, en la medida de lo posible, sus aspiraciones vitales o profesionales. Fue un tiempo en el que feminismo quería decir emancipación y libertad, sin prejuicios acerca del objetivo que cada cual se asignara.
Lo que se prepara en la manifestación ya clásica del 8-M (que ha venido a sustituir, junto con la del Orgullo gay, a la del Primero de Mayo), es otra cosa. Es verdad que a pesar de los muchos avances realizados, las mujeres todavía siguen partiendo con cierta desventaja, atribuible a una larga tradición de reparto de roles que hoy, en parte, ya no tienen razón de ser.
Tampoco tiene razón de ser el proyectar la situación actual sobre el pasado, como si hubiéramos alcanzado el ápice del progreso moral. Las desigualdades y las diferencias tradicionales entre sexos deberían ser entendidas en su significado propio, distinto siempre del que les atribuimos nosotros. Sobre todo cuando se hace de esa interpretación argumento para fundamentar una forma de pensamiento, de orden mágico, que vuelve a clasificar los sexos en elementos estancos, con comportamientos supuestamente predecibles, y aplicando la lógica de la confrontación de clase a una supuesta lucha entre mujeres y hombres.
Además de los efectos destructivos que esto tiene ya en las sociedades contemporáneas, también acaba –y no sólo retrospectivamente- con la capacidad de entender lo que puede llegar a significar aquello que se deduce de lo que a lo largo de la historia del género humano se ha manifestado como diferencia entre los sexos, y que atañe a la esencia de lo que se llamó femineidad y masculinidad. Eso sin determinar, como ya se ha dicho, la conducta de cada persona, incluida su apariencia, ni tampoco sus afectos ni sus predisposiciones sentimentales o sexuales. En este terreno, como en todos, habría que huir de la ideologización, más aún de la hiperideologización que se va a desplegar otra vez el domingo. Aunque eso no quiere decir que se renuncie a pensar el asunto en términos propios.
La Razón, 05-03-20