Cine político. Manipulación y caudillismo
La campaña electoral se ha abierto con el estreno de una película, Política, manual de instrucciones. Es un documental sobre Podemos, con material grabado durante varios meses, realizado por Fernando León de Aranoa. Como es natural, todo se ha puesto al servicio de la organización y más exactamente, al servicio de Pablo Iglesias, que es el foco de todo, como lo fue Barak Obama en otro documental sobre la campaña electoral presidencial de 2008. El caudillismo es explícito e indisimulado. Un liderazgo tan fuerte resulta lógico en un movimiento tan reciente. Otra cosa es que requiera hacerse explícito de esta manera, como si el espectáculo del caudillismo fuera necesario para cumplir el proyecto político al que da forma.
El cine siempre ha mantenido con la política una relación intensa. Llegó al mundo en la gran crisis de la conciencia occidental, a principios del siglo XX, cuando las imágenes cobraron autonomía y se convirtieron en elementos con significado propio, ajenas a los códigos que hasta entonces las habían encorsetado, y con una potencialidad subversiva extraordinaria. Nunca hasta la imagen en movimiento se habían alcanzado tales posibilidades de engaño. Platón, que siempre desconfió de las imágenes –mentirosas por naturaleza-, habría abominado de la esencial manipulación en que consiste el cine. Lo entendieron muy bien los totalitarismos, que le dieron la importancia que se merecía en su nuevo dispositivo de política-espectáculo. En los récords de la abyección moral de la historia están los repulsivos documentales de Leni Riefenstahl al servicio del nazismo, en particular el que celebra el Congreso del Partido nazi y el de las Olimpiadas de 1938. También están las películas de Eisenstein, no menos repugnantes, con esa mezcla turbia de culto al cuerpo masculino y voluntad de aniquilación en el icono sagrado del Gran Líder (es decir, el Führer).
S. M. Eisenstein, ¡Que viva México!
Menos nihilista, porque más conservadora, fue la utilización del cine por regímenes autoritarios como el de Franco. Recuérdese Raza, ese manifiesto noventayochista que firmó el propio dictador. Y en un registro aún menos trabado está el cine propagandístico de las democracias liberales en guerra, construido sobre motivos épicos tradicionales y capaz de abrir la puerta a la exposición de conflictos morales, algo que el cine totalitario de Eisenstein o de Riefenstahl ni siquiera concibe. Así se entiende el cine político satírico de Chaplin y de los judíos de Hollywood, como Wilder y Lubitsch, específicamente dirigido contra la bestialidad del totalitarismo.
Todo esto cambió de arriba abajo en los años sesenta, cuando unos jóvenes cineastas dieron voz fílmica, se podría decir, a la revolución antiautoritaria que estalló entonces. El primer efecto político de aquella revolución fue el descrédito, que entonces pareció definitivo, de los regímenes comunistas. Ahora bien, en el mismo momento en el que tenía lugar este alejamiento apareció un movimiento simultáneo, que consistía en trasladar la crítica del totalitarismo a las democracias liberales. Derrida se dedicó a “deconstruir” la palabra escrita para poner en evidencia la esencial manipulación política en que se basa. Y Foucault creyó descubrir que todo consiste en una relación de poder, atribuyó a las instituciones democráticas los mismos efectos totalitarios propios de los regímenes comunistas.
En el mismo impulso, la “nouvelle vague” francesa y muchos otros cineastas italianos, polacos o españoles se lanzaron a crear un cine que hizo de la reflexión sobre el poder manipulador de las imágenes, sobre la naturaleza misma de lo cinematográfico, uno de sus elementos fundamentales. Desde entonces el gesto ha ejercido una profunda fascinación y ha marcado la relación con el arte cinematográfico (y la publicidad, y luego los vídeos musicales) de todas las generaciones posteriores. Parecía que se había acabado con cualquier inocencia, con cualquier ingenuidad. Hubo más, como las reflexiones sobre el kitsch a cargo de Susan Sontag y la extraordinaria fuerza de las imágenes creadas en los sesenta y los setenta por el cine underground, o independiente, sin un motivo político explícito. Todo eso contribuyó a dinamitar el cine clásico, que entonces pareció la continuación del arte –irremediablemente “pompier”– que las vanguardias habían hecho trizas a principios de siglo.
El gesto, tan apocalíptico y descreído como parecía, no lo era tanto. Por una parte, recuperaba la intensidad de las imágenes puras, ajenas a cualquier dispositivo significante. Lo que se colaba por ahí, sin embargo, no era tan inocente como parecía. La carga irracional y emotiva de las imágenes ya había sido explorada por los totalitarismos, que –paradójicamente- quedaban revalidados en el mismo gesto aparentemente subversivo. Así es como los nuevos revolucionarios, por ejemplo Godard, se pusieron a elogiar sin fin a los Vertov y a los Eisenstein. (Truffaut y Rohmer, moralistas impenitentes, preferían a Hitchcock.) Y como era de esperar, la crítica del código cinematográfico clásico, es decir burgués, lleva a redescubrir una nueva forma de espontaneidad o de autenticidad, ajena a cualquier manipulación. Son los años del cinéma vérité –el “cine-verdad”- que reinstaura la posibilidad, en teoría perdida, de hacer un cine documental que no manipule la realidad y se la presente al espectador tal cual es.
J.-L. Godard, Adieu au langage
Desde entonces han proliferado las películas políticas, como las muy premiadas de Ken Loach, que retoman la bandera del izquierdismo neosocialista en el mismo momento en el que el socialismo real se hundía, en particular a partir de los 90. En nuestro país, son los años de los panfletos grotescos en favor de la mitología republicana (los únicos permitidos)… justo cuando se estaba consolidando la Monarquía parlamentaria. También tienen éxito documentales que manipulan sin el menor escrúpulo la realidad que pretenden exponer, como los de Michael Moore (Columbine). Lo importante, en todos estos casos, es la estética de la naturalidad, que sustituye con redoblada eficacia la estética clásica, condenada por artificiosa.
Minoritaria durante mucho tiempo, esta forma de hacer cine ha sido también la propia de la época que se abrió hace cuarenta años. Su popularización era cuestión de tiempo y se ha visto facilitada por los cambios tecnológicos y sociales que abaratan la producción y facilitan la distribución. Además de estar en el fondo de cualquier aproximación estética al arte cinematográfico, este cine político es hoy en día una parte fundamental de las industrias visuales. Así lo demuestran los numerosos festivales de películas “independientes” o documentales, como el ya veterano de Sundance o el todavía reciente Festival Latino de Filadelfia.
Resulta fascinante que muchos de ellos, aunque plenamente capitalistas por los recursos técnicos y los dispositivos de producción, permanezcan leales a una la ideología socialista, que de haberse implantado les habría impedido salir a la luz. Así ocurre con el documental de León de Aranoa sobre Pablo Iglesias y Podemos. Aquí está la nostalgia del socialismo como una forma de organización social más justa, tan propia de los jóvenes postmodernos de hoy en día, y está –también- esa peculiar retórica que combina la espontaneidad y la naturalidad con la sobreactuación permanente de los protagonistas. Irritantes y fascinantes en la misma medida, películas políticas como esta descubren hasta qué punto las nuevas generaciones están dispuestas a creer lo que a todas luces es una mentira… indisimulada, que se les vende como tal. La retórica de la deconstrucción, explícitamente asumida, conduce a la apoteosis de una espontaneidad imposible. Y por ahí, como era de esperar, asoma otra vez el culto a la personalidad y el rendirse a la palabra y al cuerpo del caudillo, el único capaz de dar sentido al disparate. Otra vuelta de tuerca en la manipulación –sofisticada y a la vez casi primitiva, de tan ingenua como es- de la que los seres humanos, al parecer, no saben prescindir.
La Razón, 05-06-16