Democracias ingobernables
Un presidente esperpéntico, codazos por los escaños, promesas de patio de colegio, camisetas grotescas, incluso el tropezón de una diputada… Nada de esto pinta bien para las Cortes que se acaban de inaugurar. Puede que todo cambie y a partir de ahora entremos en nuevo mundo donde primen los intereses nacionales y la defensa de las instituciones y de la Monarquía parlamentaria impongan el respeto, el gusto por el diálogo y el pacto, la voluntad de conjugar los designios propios con los del conjunto de los españoles, el hecho –que debería ser evidente- de que cada diputado representa a sus electores y, al tiempo, a todos sus compatriotas…
No parece que ahora mismo sea ese el horizonte. Aparte de pintoresquismos, chiquilladas y salidas de tono a las que nos hemos ido acostumbrado en años anteriores, está la dificultad para configurar una mayoría de gobierno viable, consecuencia del derrumbamiento del bipartidismo (relativo, siempre pendiente de los nacionalismos) ante la pérdida de confianza que los dos grandes partidos han suscitado en los electores. No es un asunto exclusivamente español. La representación política entró en crisis en buena parte del mundo occidental hace unos años, por factores económicos, culturales y sociales complejos.
En nuestro caso está la corrupción, la embestida independentista de los nacionalistas, la incapacidad de los antiguos grandes partidos para elaborar una idea viable y atractiva de nuestro país, la conversión del Estado de las Autonomías en un permanente chantaje al Estado. Incluso así, en el fondo de todo está una cuestión crucial, presente en todas las democracias liberales, como es la de la forma en la que las personas se sitúan en el mundo mediante identidades recién estrenadas que la antigua representación política no es capaz de encauzar. Los partidos políticos, que eran organizaciones encargadas de representar grandes intereses, dar forma a visiones de conjunto de la sociedad y seleccionar las elites capaces de gobernarla hacen agua por todas partes, entre el voto del rencor, el de la indignación, el de las identidades que exigen su reconocimiento (Teruel también existe…) y el que todavía sigue echando de menos una forma más generosa de concebir el interés general.
A esto se suma una particularidad española, como es la vigencia irreductible de la división izquierda – derecha como eje de la vida política. Esta vigencia lleva a esa misma izquierda a preferir el pacto con aquellos cuyo único objetivo es acabar con el régimen del 78 y la propia nación española, antes de sentarse a negociar en serio con sus interlocutores naturales.
El Congreso que se acaba de configurar supera así la categoría circense para convertirse en un patio de Monipodio para el reparto de los despojos de lo que queda de la idea nacional, que esa misma izquierda ha hecho todo lo posible para destrozar.
Y como a la derecha no le une esa inagotable aversión hacia la izquierda, el nuevo Congreso será también el de la derecha dividida en términos y en aspectos muy difíciles de reconciliar. Aquí ha cuajado la conciencia de una traición, en el punto más extremo, y, en el más pragmático, la de la inutilidad de lo que en otros tiempos fue el gran partido capaz de ofrecer un proyecto común.
En realidad, son unas Cortes muy de nuestro tiempo, cuando las democracias –sin alternativa posible, por otro lado- se enfrentan a su propia incapacidad para gobernar un mundo nuevo.
La Razón, 04-11-19