Elogio de la democracia. Prólogo para idiotas
Prólogo a Democracia para idiotas, de Pedro F. R. Josa, Madrid, Sekotia, 2018
En la democracia ateniense se solía llamar idiotes, o “idiota” a quien se zafaba de las obligaciones de la ciudadanía, el orgullo de la ciudad tal como expone Pericles en su oración fúnebre. Por eso tiendo a mostrarme un poco escéptico en este asunto, y cuando se dice que librarse de la ciudad era un imposible por aquel entonces, recuerdo las palabras de Pericles. Al fin y al cabo, él mismo distingue entre la condición de ser humano (mejor dicho, varón y ateniense de pura cepa, como con tanta crudeza describe Pedro F. R. Josa al principio de este libro) y la de ciudadano.
En cualquier caso, aquel fue el sueño de la democracia virtuosa. No sobrevivió a las pulsiones igualitarias del “demos” que llevaron al ajusticiamiento de Sócrates ni a las ambiciones de grandeza que llevaron a expansiones catastróficas. Tampoco sobrevivió la democracia republicana en Estados Unidos. Pronto dejó paso a otra forma de democracia donde lo fundamental no era la virtud, como algunos de los primeros norteamericanos se habían empeñado en establecer, sino la libertad. Y en Francia, Josa nos recuerda con crudeza cuál fue el resultado del empeño por fundir libertad e igualdad en el molde sagrado de la voluntad general, genial invento de Rousseau por rescatar la unidad en un mundo que se empezaba a fragmentar.
Hoy en día, apelar a la virtud fuera de las aulas universitarias donde se estudia la historia de las ideas políticas suscita carcajadas y más de un sarcasmo. Como mucho, hablamos de valores, aunque nadie sepa muy bien que se quiere decir con eso. En realidad, la desaparición de la virtud de la vida colectiva y de la vida política es un signo más del triunfo de la democracia. Al fin y al cabo, con este llegó también el de la autonomía, tan bien analizado por Marcel Gauchet que en vez de relacionar esta con la globalización, como hizo en su momento Giddens, lo sitúa en el centro mismo del éxito y de los problemas actuales de la democracia.
También la autonomía asomaba en el discurso de Pericles, aunque no como la concebimos nosotros. La autonomía lo era de la ciudad, y el autogobierno, o la democracia, la aseguraba. El ciudadano era libre porque lo era la ciudad. Tras la Revolución Francesa, y como un ajuste de cuentas contra esa forma de aplicación del republicanismo que fue el Terror –contra Rousseau, por tanto, pero también contra Bonaparte, al oponer el comercio a la guerra -, Constant hablaría de la libertad de los “modernos” frente a la de los “antiguos”. La sensibilidad a flor de piel del gran escritor le había permitido detectar la gran novedad de la era moderna: la autonomía gracias a la cual los individuos y la sociedad entera se emancipaban de la religión y de la historia, y se enfrentaban a una novedad radical: la posibilidad de autogobernarse, y autodeterminarse, sin límites.
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Dos siglos después, han triunfado las fuerzas puestas en juego entonces, y a las que la vuelta de la democracia dio nueva vida a partir del experimento francés y el norteamericano. El salto lo dimos en algún momento en torno a los años 60 y 70 del siglo XX, y lo ocurrido después no ha hecho más que alejarnos de lo que dejamos atrás. Ahora es aquel mundo el que nos parece otro, incomprensible, ajeno a la vida que es la nuestra. Ni siquiera quien vivió el cambio es capaz de articular no ya una apología, sino una descripción razonablemente convincente de lo que fue su propia vida. Y eso que podría recordar, como Talleyrand, que quien no ha vivido antes de la revolución no sabe lo que es la dulzura de vivir.
Hoy, efectivamente, la democracia ha culminado su tarea. Nos guste o no nos guste, somos seres autónomos, emancipados de los lazos que antes conformaban la urdimbre misma de la vida personal. La virtud, como dice Pedro F. R. Josa, se ha privatizado. Por eso, para adaptarla al nuevo registro –postmoderno, habrá quien diga, en cualquier caso alérgico a la épica, al heroísmo y a la solemnidad- hablamos de valores. Son más fáciles de gestionar que las virtudes, demasiado exigentes. Lo privado, que es la forma de la libertad de los modernos, ha ocupado todo el espacio. Por eso también hablamos tanto de gobernanza, un término gerencial, en sustitución de la política. En realidad, la política ha empezado a verse evacuada de la vida en común. Por fin todos somos idiotas.
El asunto se complica porque además de la autonomía, que Pedro F. R. Josa llama libertad, la democracia ha traído también el triunfo de la igualdad. Tocqueville lo vio venir muy bien. La democracia, que en unas frases célebres describió como del orden de lo providencial, es decir como una ola que nada sería capaz de detener, traía aparejado el de la pulsión igualitaria. La democracia es también, y muy en primer término, la igualdad de condiciones y a medida que la democracia va instalándose, desde principios del siglo XX, crea las condiciones para una igualación cada vez mayor de esas mismas condiciones.(…)
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