Jefferson en la hoguera
Thomas Jefferson (1743-1826) es el presidente más progresista de la historia de Estados Unidos, sin excluir a Barack Obama. Fue el redactor de la Declaración de Independencia, en la que la nueva nación quedó fundada en las verdades evidentes de que todos los hombres (hoy diríamos los seres humanos) fueron creados iguales dotados por su Creador de derechos inalienables” También fue el más novelesco de los llamados Padres Fundadores, de lo que da buena cuenta su estancia en París como embajador de la recién nacida República, sus inquietudes intelectuales y su mansión de Monticello, un poco escandalosa en su momento por haber sido diseñada según un gusto italianizante y un poco caprichoso, ajeno a la sobriedad neo greco-romana que invadía por entonces la arquitectura y las artes decorativas norteamericanas. Algo de eso queda en el monumento que se le dedicó en Washington D.C., que quiere recordar algo tan solemne como el Panteón de Roma, pero que con su juego de curvas y líneas rectas, y en particular cuando florecen los cerezos en primavera, resulta algo más mundano que la sobriedad imponente y casi religiosa del dedicado a Abraham Lincoln.
La estatua colocada en el Monumento de Washington D.C. data del siglo XX, pero desde mucho antes abundaban en Estados Unidos las dedicadas a su titular. Una de ellas es la que el Congreso colocó en su propio edificio, realizada por un francés, David d’Angers, uno de los grandes escultores franceses del siglo XIX, de los que aunaron el gusto neoclásico con el fervor republicano y emancipatorio, con una amplia colección de retratos ideales de grandes héroes de la humanidad en la que Jefferson se codea con Napoleón, Víctor Hugo o Epaminondas, durante muchos siglos célebre general tebano. De esta estatua, muy admirada, se hicieron diversas copias, una de las cuales fue encargada por el Ayuntamiento de Nueva York para decorar la sala de juntas y -es de suponer- inspirar con su espíritu de humanidad y progresismo a los cargos electos y asesores adláteres en la tarea de gobernar a sus paisanos.
Siempre estuvo clara la declaración de intenciones bien clara, pero la gloria, como atestigua el pobre Epaminondas, es esquiva y olvidadizos los seres humanos. Así que a la réplica de yeso sobredorada, para parecer de bronce, que presidía desde un lateral la política local neoyorquina le ha llegado el momento de ser desalojada. Todavía no se sabe su destino final, que sin duda alguna será provisional, en vista de los caprichos de los dueños actuales de eso que ellos mismos llaman memoria. En todo caso la sentencia ha sido pronunciada.
No es la primera vez que Jefferson, es decir Jefferson en efigie, sufre la persecución de los nuevos amos de la situación. En varias Universidades norteamericanas, que concentran hoy en día lo más granado del fanatismo intelectual, se le ha cubierto, literalmente, de insultos y en una incluso -una de la muy progresista ciudad de Nueva York- se pidió la retirada del monumento relacionándolo con organizaciones neo nazis y con el Ku Klux Klan. Como era de esperar, también el Partido Demócrata se ha ideo alejando en los últimos años de quien fue uno de sus símbolos más gloriosos y ha rebautizado algunos de los actos de celebración que llevaban el nombre del tercer presidente norteamericano. En una memorable muestra de sofisticación política, una de las representantes de la ciudadanía neoyorquina que ha pedido la retirada llegó a calificó a Jefferson de “racista pedófilo” por su relación con Sally Hemings, una de sus esclavas -mulata-, con la que tuvo unos cuantos hijos, seis, para ser precisos. Tom Wolfe, que tan bien retrató este ambiente descarnado de oportunismo, demagogia y corrupción en su “Hoguera de las vanidades”, andará riéndose a carcajadas de lo ocurrido en su ciudad adoptiva allí donde se encuentre.
Como era de esperar, algún sector de la derecha evangélica ha visto la ocasión de apropiarse del símbolo abandonado y vilipendiado por el progresismo, lo que ha puesto aún más nerviosos a quienes, desde la izquierda, siguen reivindicando como propio el legado jeffersoniano…. En resumidas cuentas, la obsesión por politizar la historia que estamos viviendo ha llegado a su conclusión obligada: una gigantesca confusión sobre Jefferson, su papel en la fundación de Estados Unidos, el propio nacimiento de esta y, naturalmente, la identidad de la nación. Si como surgieron los activistas progresistas, los pecados de Jefferson recaen sobre Estados Unidos, ¿compartirán los ciudadanos norteamericanos las perversiones de su Padre Fundador? ¿Bastará con unos años de hogueras purificadoras para devolver a la nación la pureza que se merece? ¿O la condena será por todas las generaciones hasta el fin de los tiempos?
Este episodio de la cacería póstuma contra Jefferson procede también del resurgir de ese puritanismo fanático, importado de la Europa protestante pero que en los futuros Estados Unidos encontró su más pleno desarrollo. Lo describieron algunos grandes escritores norteamericanos que lo conocían bien, como Hawthorne, James o Edith Wharton. También participa de esa gran línea paranoica, propiamente norteamericana, que dio figuras tan sobresalientes como el senador Joseph McCarthy. En la obsesión por la destrucción del legado de Jefferson y del propio pasado, hay un furor purificador, volcado ahora en esa parte culpable de la que el nuevo norteamericano, si quiere serlo de verdad, debe desprenderse con violencia y públicamente, con acompañamiento de gran espectáculo: dos elementos que no pueden faltar en esta gran función, renovación de las grandes ejecuciones públicas, a ser posible en la pira, propias de otros tiempos. También -en contra de lo que se suele decir y a veces incluso creer- hay una reivindicación de la pureza de lo propio, que en este caso se percibe muy bien en el repudio de una figura tan poco puritana, tan cosmopolita a pesar de su indudable “norteamericanismo”, como fue Jefferson. En este punto hace ya tiempo que hemos dejado de saber quién es más “nativista” ni quién hace más méritos en eso del “supremacismo”.
Por detrás, claro está, corre el fanatismo de las teorías que hacen de la sociedad norteamericana un retoño impuro y contaminado del racismo estructural o sistémico, como se dice ahora. Jefferson, en este caso, es el blanco ideal, precisamente porque compagina la visionaria grandeza de una nación destinada a cumplir los ideales ilustrados de democracia y libertad con una historia personal en la que la gran propiedad se alía con el esclavismo. Jefferson demuestra por tanto la realidad y la vigencia de la Teoría Crítica de la Raza, y es tanto más odiado cuanto más progresista resulta.
Ya lo hemos dicho: lo que está en juego aquí es la identidad norteamericana, , del mismo modo que las Leyes de Memoria Histórica y Democrática plantean una batalla por la identidad española. La proscripción y la humillación póstumas de Jefferson, con todo lo que tienen de ritual supersticioso, de orden chamánico, invocan una nueva forma de convivencia, militantemente contraria a los principios de pluralismo, tolerancia y complejidad que, a pesar de los muchos defectos que su puesta en práctica ha presentado tantas veces, se han querido plasmar en las sociedades liberales contemporáneas. Hay en esta sobreactuación una invocación a los espíritus propia de los miembros de una tribu, con estructuras sociales donde los participantes lo comparten todo en formas de comunismo primitivo, incluida la ingestión, más o menos simbólica, de los cadáveres de los antepasados.
Es posible que el fondo ilustrado, conservador y liberal a un tiempo, de la sociedad norteamericana y de las europeas sortee esta pulsión. No es seguro, en cualquier caso, y por el momento vamos encaminados a una nueva actualización de las antiguas tribus, con imposiciones férreas y escasas posibilidades de disentir. Bien es verdad que la censura, cuanto más dura es, más despierta el ingenio y el humor de al menos unos cuantos seres humanos, de aquellos que una vez, hace muchos siglos, fueron creados libres.
La Razón, 23-10-21