Servidumbre de la filosofía, por José Sánchez Tortosa
“Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva, ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve ni al Estado, ni a la Iglesia, que tiene otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es filosofía. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene éste uso: denunciar la bajeza del pensamiento en todas sus formas.”
Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía
¿Nació vieja la filosofía? ¿Nació herida de muerte ya en el siglo IV a. C.? Si bien se erigió institucionalmente como crítica de los mitos fundantes, fue muy pronto reducida a arcaísmo o extravagancia por la arrebatadora fuerza innovadora y demagógica de la sofística, que en no pocas ocasiones llegaba a ridiculizarla hasta apagar sus ascuas, por ejemplo, con la condena de Sócrates por la vía de presentar como sofista la batalla contra la sofística[1]. Esa pregunta parece repetirse cíclicamente. No es nueva. Pero, ¿en qué consiste esa pintoresca manía por interrogarse sobre lo dado que atraviesa los siglos? ¿Quién puede erigirse en su encarnación? Empecemos por lo que no es:
La filosofía no es la pureza cristalina de una disciplina libre de los influjos maléficos del mercado, pues nació gracias a la incorporación de los rudimentos de la negociación del comercio marítimo griego y su crecimiento, lo que pomposamente se llama diálogo, que, en realidad, es enfrentamiento, negociación, trifulca, combate. Tampoco es la prostituta entregada a los vicios y tiranías del Estado, pues arraiga en escuelas privadas ajenas a la gestión estatal. Ni cabe suponerla fruto de la virginidad redentora de una fuerza enfrentada al Estado, pues nació también de la mano de los hábitos litigantes de los atenienses, inviables fuera de una estructura jurídica y política suficientemente desarrollada como las de las ciudades-Estado griegas. Y tampoco está limpia de relaciones con las iglesias pues nada impide que una doctrina religiosa incorpore ideas filosóficas, de mayor o menor rigor, como cualquier otro cuerpo doctrinal e ideológico. Son esas instituciones en sus diferentes fases de desarrollo histórico las que propician el nacimiento y vigencia dialéctica y precaria, siempre conflictiva, de la filosofía. Consolarse con una imagen inmaculada de la filosofía, ajustada a los prejuicios propios no es el modo más saludable de defenderla[2]. Es un modo amable de traicionarla por medio de ensoñaciones idealistas que ocultan la mostrenca realidad histórica. La que nos dice que la Historia de la Filosofía no se distingue esencialmente de las grandezas y mezquindades de otras ciencias e instituciones. Prevenir esa tentación consoladora, no engañarse, es empezar a filosofar.
En buena medida, la filosofía nace de una paradoja lingüística, de una aporía lógica. En buena medida, la filosofía es esa paradoja. Se atribuye a Epiménides el cretense la afirmación de que todos los cretenses mienten siempre. Foucault da una versión más económica: “Yo miento”. Al decir la verdad miento. Al mentir digo verdad. El yo miente siempre, vendría a sostener aproximadamente Pascal. Hablar es mentir, salvo que el discurso quede desconectado, desvinculado del sujeto que habla, que miente. Miente el sujeto pero el mensaje puede darse en un plano capaz de abrir un código común, objetivo, en el que los sujetos hablantes sean cantidad despreciable, irrelevantes en la ecuación, en la búsqueda de la verdad, que es independiente de ese artificio ilusorio que es la identidad, quién habla. Ahí es donde Sócrates se jugó desenmascarar las argucias sofísticas, en esa rendija de apertura a la posibilidad de conocer, de decir lo verdadero, precaria, frágil, aproximadamente, porque yo miento pero el lenguaje, sin mí, es capaz de verdad[3]. Agitarse en esa paradoja esencial sin pretender solventarla definitivamente es el combustible de todo pensamiento crítico, que no tiene descanso. Hoy, la sofística no niega a la filosofía. Se apropia de su nombre vaciándola bajo lemas tan solemnes como huecos, tan eficaces como tramposos, como parte de una campaña de marketing publicitario.
Por eso, lo que mata la filosofía no es su reclusión o su prohibición. Llegar a esos extremos le inyectaría la fuerza política de lo clandestino, como estéril pero necesario discurso crítico contra el poder de la ignorancia. Y acaso se vería vivificada por la persecución y la marginalidad explícitas, materiales, institucionales. Lo que la mata, en consecuencia, es su trivialización, su banalización, su vulgarización, la violación que de su nombre hace la estupidez, el fanatismo, la ceguera. La filosofía es de todos y de nadie (Nietzsche) y no sirve a nadie en particular ni sirve a todos de facto. Con la pregunta servil y burocrática “¿para qué sirve la filosofía?”, se está buscando implícitamente su servidumbre. No importa para qué sirve la filosofía, sino a quién o a qué sirve su invocación, a qué servidumbre se ve sometida bajo el pretexto de su democratización, de su masificación, pues, recordemos, “la masa no puede filosofar” (Platón). La filosofía se levanta en defensa propia contra los mitos heredados y contra los que generan las nuevas tecnologías y ciencias. Por eso, no irrumpe de la nada, ni de la meditación con uno mismo, ni de la inspiración divina, ni de la comunión con la naturaleza, ni de la superioridad del genio. Es un trabajo de destrucción dialéctica contra toda la distorsión de la realidad, que moldea la mentalidad de los sujetos según los códigos de esas mitologías. Es un trabajo solitario que no se puede hacer más que en discusión con otros, contra los demás y contra uno mismo, contra el peso de la pereza intelectual que dicta lemas apresurados, consignas simplistas, dogmas que no se discuten, banalidades que parecen sublimes, generalidades inertes, imprecisas, tramposas, homicidas. La filosofía es una peculiar aristocracia contra las masas al alcance de cualquiera. Por eso no está reservado de antemano a elites de sabios o profetas, de líderes o iluminados. Necesita rigor, precisión, paciencia. El trabajo que cualquiera puede realizar, pero que muy pocos realizan. Justo lo que la escuela pública postmoderna ha barrido de los centros de enseñanza, convertidos en guarderías para sujetos infantilizados hasta la ciudadanía administrativa.
Es preciso impugnar la pregunta misma, de la que uno es preso en el acto mismo de tratar de responderla. “¿De qué sirve? ¿De qué sirve?…” Esa pregunta no es pregunta, como exige el pensar filosófico, es ya una respuesta, un supuesto que se dispara al que se pregunta y que éste se traga si se relaja, si se duerme, como la hipnosis del discurso sofista, en la que temía caer el mismo Sócrates a poco que se relajara. La filosofía es tensión, un estado permanente de alerta. El vicio del examen, del escrutinio, del análisis, de la búsqueda de la verdad objetiva, del escrúpulo constante por discriminar, clarificar, clasificar, diagnosticar, búsqueda sin fin y sin finalidad, ansia por no dejarse engañar (la primera lección filosófica, según Alain). Acomodarse, consolarse, adormecerse es alta traición, es entregarse en los brazos de la propia esclavitud, alimentar la ignorancia servil del que repite, del que cree. La filosofía no sirve, como no sirve el orgasmo, como no sirve la belleza, como no sirve la inteligencia, pues siempre acaban venciendo la ignorancia y la muerte.
La filosofía no sirve, pero, a la inversa, bien podría preguntarse de qué sirve una sociedad sin filosofía, sin la cautela de no transigir con vaguedades, tópicos, de no tolerar dogmas, generalidades. ¿A qué se arriesga? ¿Qué es Auschwitz sino la ciencia, la política, la economía sin filosofía, sin cuestionamiento crítico de la idea del bien, que Platón situó, como forma de formas, en la cúspide de su sistema de pensamiento? Los campos de exterminio fueron la puesta en práctica de una amnesia que fanatizó la ciencia y la ideología. Médicos e iluminados asumiendo no ya el estudio de la realidad, sino su producción. Cadenas de montaje produciendo muerte gracias a un sistema de engranajes automatizado, ciego, ajeno a la distancia irónica que en nada cree demasiado en serio y que, desde Sócrates, al menos, llamamos filosofía. Sin la defensa propia en que consiste la crítica que dinamita los prejuicios, los fanatismos, se está abocado, en grados diferentes, a esa épica asesina. Y no sólo las ciencias, la psicología, la economía, la religión, el arte… pueden ser objeto de fanatismo. También la filosofía misma (su nombre, su invocación, su impostura) puede incurrir en esa ceguera. Hegel es seguramente el caso más extremo de esa deriva. Esa Wissenschaft totalizadora, totalitaria, que ya no es anhelo de saber, siempre en proceso, siempre in medias res, sino saber acabado, completo, total, que lo engulle todo.
En el terreno degradado de la enseñanza pública, campo de batalla político y único medio de elevarse siquiera un palmo por encima de la barbarie, la tiranía y el populismo, lo grave no es que la filosofía deje de estudiarse como asignatura, sino que el sistema de enseñanza no sea filosófico, aunque se imparta la filosofía en sus planes de estudios, como coartada formal que la desactiva materialmente. Un sistema de enseñanza filosófico en un sentido profundo, no gremial, que haga viable una visión global de la enseñanza y de su organización, sin reduccionismos ni compartimentaciones. Hoy es la pedagogía, básicamente, la que ostenta el monopolio ideológico, doctrinal, terminológico y administrativo de la enseñanza. Y, sin embargo, no se estudia como asignatura en la enseñanza media. Lo cual nos indica dónde parece estar el lugar de los “expertos en educación”, curiosamente fuera del aula, y dónde reside la fuerza de su poder. No en ser una asignatura entre otras, sino en regir el organigrama de las demás disciplinas. O, lo que es lo mismo, la tendencia a reducir la enseñanza a procesos psicológicos y formales, mediante la imposición burocrática de una pseudociencia que, con su jerga, su voluntarismo y su ceguera, somete a las masas de sujetos en periodo de escolarización a la incompetencia bajo la promesa retórica de la integración, de la felicidad.
¿Dónde está el pedagogo que, como el cretense, afirme que los pedagogos mienten?
Notas
[1] Luciano Canfora, en El Mundo de Atenas, ha estudiado con cierto detalle este momento crucial de la Historia del pensamiento.
[2] Tengo noticias de lo obtuso que puede llegar a ser un profesor de Filosofía, como es el caso de los profesores de instituto que, por ejemplo, se negaban a enseñar a S. Tomás de Aquino. Ignoro si seguirá dándose el caso, pero tiendo a pensar que aun es mejor eso que algunos modos sesgados, torpes, dogmáticos de enseñar a los pensadores más importantes.
[3] Eric A. Havelock, en La musa aprende a escribir, explica con gran elegancia el tránsito de la oralidad a la escritura, cuando el emisor empieza a desaparecer ante la presencia independiente del mensaje escrito.
José Sánchez Tortosa, Doctor en Filosofía con la tesis titulada El formalismo pedagógico, es escritor y profesor de Filosofía en bachillerato. Ha escrito artículos para El Catoblepas, textos sobre educación, filosofía, judaísmo y holocausto para el diario El Mundo y distintas revistas especializadas. Es autor del libro de ensayo El profesor en la trinchera, Editorial Esfera de los Libros, 2008, y de los poemarios Ajuste de cuentas, Editorial Vitruvio, 2011 y Versus, con la misma editorial y que acaba de ser publicado.
Coautor del reportaje sobre los campos de exterminio nazis en elmundo.es: Viaje al Holocausto y de la recientemente publicada Guía didáctica de la Shoá.
Es responsable de los blogs josesancheztortosa.com y El Jardín de Epicuro en Periodista Digital y del proyecto filosófico-didáctico proyectotelemaco.com.
Contacto: [email protected]
Ilustración: Zenón de Elea, Frescos de la Biblioteca de El Escorial.