La conexión maoísta
Julia Lovell, Maoísmo global, Barcelona, Debate, 2021, 750 págs.
A Mao le divertía el Xī Yóu Jì, o Peregrinación al Oeste. Con razón: es una de las obras maestras de la literatura china. Cuenta el viaje de un monje a la India, en busca de los muy valiosos manuscritos budistas… algo que no parece muy atractivo para el Gran Carnicero Comunista. Lo que le gustaba al Gran Carnicero eran las andanzas del mono Sun Wukong, un gamberro rebelde que acompaña y guía al monje, siempre dispuesto a enfrentarse al infinito panteón de divinidades del Imperio del Centro y siempre con ganas de divertirse con la subversión sistemática de cualquier orden establecido. Sun Wukong, el Rey Mono, fue pronto un héroe popular. Hoy sigue triunfando en el anime, en los videojuegos y en los teléfonos móviles asiáticos. Para Mao, era la representación del espíritu del pueblo chino, de su rebeldía y su voluntad de independencia… hasta que el Gran Timonel decidía cortarle las alas.
La anécdota, bien conocida y resaltada por Julia Lovell en su monumental Maoísmo. Una historia global, apunta al carácter particularmente resbaladizo del maoísmo en la historia de las ideologías asesinas del siglo XX. Encuadrado en el marxismo, el maoísmo sigue las pautas clásicas de comunismo. Relevancia del Partido, importancia (y precariedad) de una burocracia masiva, relevancia de lo ideológico compatible con un total pragmatismo, economía planificada, aversión a la libertad, represión sin límites, olvido de cualquier consideración moral, aborrecimiento de la religión… Las consecuencias son las mismas que en los demás regímenes comunistas: poblaciones aterrorizadas, campos de concentración, miseria, hambrunas, muertos por decenas de millones.
La originalidad del libro de Lovell, profesora británica bien conocida por sus trabajos sobre China (en particular La Gran Muralla China contra el mundo y The Opium War) no consiste en esto, bien estudiado en una literatura en la que destacan, entre otros, Frank Dikötter y el gran Simon Leys. El trabajo de Lovell se centra en la faceta, menos estudiada, de la expansión del maoísmo en el siglo XX. Se conoce bien el genocidio llevado a cabo por los jemeres rojos en Camboya, o la despiadada guerra contra los campesinos de Sendero Luminoso en Perú. Algo menos conocidas son las actividades de los maoístas en Nepal y en la India, donde subsisten los grupos maoístas de la llamada Insurgencia naxalita, así como la influencia en Indonesia y en África, donde el maoísmo se introdujo como un predecesor de la actual entrada del neo maoísmo a la Xi Jinping. El libro de Lovell complementa, en esta perspectiva, el clásico La China de Mao y la Guerra Fría, de Chen Jian.
Presenta además rasgos originales, al subrayar el carácter propio del maoísmo. Debido a su líder, un personaje particularmente repulsivo -véase el retrato de Jung Chang-, y a sus inclinaciones. En un momento en el que el comunismo entraba en pleno descrédito, a finales de los 60, Mao supo renovar el clásico interés de los intelectuales, en particular de los occidentales, por la utopía marxista. Les surtía de un imaginario ultraelitista, asequible sólo a los iniciados, y al mismo tiempo los ponía en contacto con la clase obrera. Era el rostro occidental de lo que en el maoísmo era el Pueblo, el pueblo auténtico -el encarnado por el Rey Mono-, con el que el Gran Carnicero mantenía una comunicación directa. Había en el maoísmo una promesa de emancipación que Mao utilizó una y otra vez y que el propio Mao se encargaba luego de reprimir a capricho y con una violencia extrema.
Lo atractivo no estaba sólo en la promesa y la humillación. También estaba en el poder que otorgaba a esos intelectuales y profesores de clase media. El maoísmo insiste en la primacía de lo cultural y en la posibilidad de reeducación. Se recordarán las sesiones practicadas, entre otros muchos lugares, en las aulas universitarias madrileñas en los años 60 y 70. Los podemitas las resucitaron con los escraches y las sesiones de humillación pública, auténtico semillero de terror y de reeducación ideológica. También aspiran a “construir” pueblo, y a hablar en su nombre y, como el Gran Carnicero, se mueven entre la celebración de la emancipación y la purga, de regusto sádico y primitivo. Mao promocionó siempre el feminismo, como cuenta Lovell, pero eso no le impidió practicar un machismo repugnante, propio también de nuestros podemitas y que otorga a algunas mujeres dóciles con el Caudillo un poder extraordinario. Nuestros podemitas se inspiran y financian en Latinoamérica, pero se adivina en ellos un relente de maoísmo cuya conexión con el renovado maoísmo de Xi Jinping no ande tal vez muy lejos de realizarse.
La Razón, 27-02-21