Nueva rebelión en el campo
Hace algunos días el ministro de Agricultura se emocionaba en la radio –y hacía bien- al hablar de la situación del campo y al evocar a los agricultores, que han iniciado un ciclo de manifestaciones y movilizaciones para que la opinión pública tome conciencia de sus problemas. Es curioso comprobar cómo en una sociedad tan volcada en los problemas medioambientales, y al parecer tan sensible a la despoblación del interior del país, la protesta de los agricultores llegue a ser interpretada como algo reaccionario. Así se ha hecho desde algún sindicato de clase, de esos que suelen aplaudir al gobierno progresista.
Se comprende mejor si pensamos que uno de los elementos que ha desatado la protesta es la subida unilateral del salario mínimo, relacionada con el nuevo récord de aumento del paro ocurrido en el mes de enero. Pero no sólo hay elementos propios de la utopía progresista urbanita, tan característica de las sociedades occidentales. También hay hechos complejos relacionados con los precios bajos –en origen-, los incrementos de los costes de producción, las regulaciones que reducen la competitividad mientras que, por otro lado, se abren los mercados de la UE a los productos de terceros países, ajenos a las exigencias internas europeas.
A todo eso se suma una fiscalidad asfixiante, que dificulta la ya escasa rentabilidad y anula el atractivo que pudiera tener el trabajo empresarial en el campo. Ahí está una de las claves de todo este asunto. Hoy ya no rige el gran relato de los campesinos desharrapados y hambrientos. Más bien vuelve a la actualidad el odio de los comunistas a los agricultores, siempre amantes de su propiedad. Hoy los agricultores son empresarios, a los que se exprime como tales, al tiempo que forman parte de esa España ya que no olvidada, sí apartada de la primera línea del escenario.
Son los españoles que siguen a cargo del paisaje de nuestro país y están en contacto con los elementos primeros de nuestra realidad –la tierra, el agua, la vegetación y los cultivos, los animales-, pero al mismo tiempo están cada vez más a la vanguardia del conocimiento y la técnica. Queda mucho por modernizar, en comparación con otras agriculturas europeas, pero lo que se prepara debería correr a cargo de los propios agricultores, con la ayuda del resto de la sociedad y del Estado. Entre la vanguardia y la conservación, los agricultores encarnan una fuerza que la política, y la cultura, de un país como el nuestro no pueden desaprovechar.
La Razón, 06-02-20