La revolución democrática
Prólogo a Javier R. Portella, El abismo democrático, Madrid, Ediciones Insólitas, 2019
Un mediodía de octubre de 1992 estaba almorzando con un conocido en Madrid. Yo seguía bajo el shock de lo ocurrido poco antes, con el arco que va de la caída del Muro de Berlín al colapso de la Unión Soviética. Y, dejándome llevar por la improvisación, le expuse a mi comensal una paradoja. Y es que habiendo pensado siempre que vivíamos un tiempo postrevolucionario, resultaba que habíamos vivido dos revoluciones: la antiautoritaria del 68, que nos había cogido a los dos de pleno, y en cierto modo sin defensas, y luego la que había acabado con la utopía socialista. (Intuí por su actitud que aquello no le había gustado, Apenas volvimos a vernos desde entonces.) No sabía yo por entonces que estábamos en el umbral de una nueva revolución, aún más potente que las otras dos.
En 1973 se desencadenó la llamada crisis del petróleo que, junto con las consecuencias de lo ocurrido en el año 1968, acabó con el orden de lo político forjado en los países desarrollados desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Yo era demasiado joven como para tomar conciencia de lo ocurrido, pero por eso mismo quedé instalado naturalmente en la crisis. Y es que aquel gran cambio no iba a verse seguido de un nuevo período de estabilidad. Al contrario, desde entonces hemos vivido en crisis permanente, sin tiempo para el descanso y la seguridad. Los años de entre 1996 y 2008 trajeron un período de prosperidad y crecimiento como yo –al menos- no había visto nunca, e incluso hubo voces que hablaron del final de los ciclos económicos. Aquello resultaba demasiado teórico y si alguna creencia estuvo vigente en todo ese tiempo es que siempre viviríamos en un mundo inestable, con cambio o disrupción –como se dice ahora- permanente.
En todos esos años, muy pocas cosas quedaron a salvo y sin tocar. Una de ellas fue la democracia liberal, excepto en círculos muy minoritarios, sin repercusión en la opinión pública. La democracia liberal había triunfado en los años 40, superada la crisis de la democratización del liberalismo de la que fueron testigos las cuatro décadas previas. Ni la crisis del 68 ni la del 73, ni las dos unidas pudieron con ella. De hecho, la fortalecieron, en particular cuando la onda de choque se llevó por delante el comunismo. (El socialismo, es decir la socialdemocracia ya había sucumbido a principios de los ochenta.) Fue entonces cuando pareció que la democracia liberal había quedado sin rival político de ninguna clase.
Los ataques del 11-S, seguidos de los del 11-M en Madrid, indicaron que algo iba mal. Están entre los hechos que nos impidieron pensar que aquellos años de bonanza económica significaran nada parecido al final de la historia aunque –debo añadir- el impacto de lo ocurrido entre 1989 y 1991 seguía vivo y servía de apoyo a un optimismo de fondo no agotado del todo: el amanecer cuya falsedad ha venido diseccionando John Gray desde entonces.
La nueva crisis de 2008, que acabó con más de diez años de prosperidad, terminó también con todo aquello. Puso en cuestión las ideas y las convicciones liberales que casi habían llegado a alcanzar la categoría de dogma y aunque no invalidó, para mí, la confianza de que la libertad económica es la única base imaginable para el progreso, también para la libertad personal, sí que devolvió su protagonismo al Estado. Con el problema añadido, aun así, de la imposibilidad de restaurar el consenso que estaba en la base de las democracias liberales y socialdemócratas, o socialcristianas, de entre 1945 y 1973.
La gran crisis económica de 2008 también tuvo, como no podía ser menos, consecuencias políticas. Como nunca hasta entonces, la opinión se distanció de los dirigentes y, perdida la confianza, suscitó la desaparición o a la reducción de influencia de los grandes partidos tradicionales. Así surgieron nuevos agentes políticos que dieron voz a aquella crisis de la representación cuyas consecuencias políticas llegaron, como ya había apuntado Tocqueville, después de ocurrida la quiebra que les dio lugar. El populismo, porque eso es de lo que estamos hablando, plantea preguntas que ninguno de los agentes políticos previos es capaz siquiera de formular, y su irrupción, disruptiva por naturaleza, acabaría suscitando interrogantes nuevos, y también clásicos, acerca de la propia democracia. Sobre todo cuando su reivindicación de una representación auténtica responde a lo que la opinión vive como necesidad.
De aquí surge una primera crítica de la democracia, inédita hasta entonces. Nace en las filas de quienes hasta ahora se adscribían sin mayores problemas a la democracia liberal y que ahora, de pronto, se descubrían más liberales que demócratas. Bien es verdad que la palabra liberal, en este tiempo, ha ido evolucionando desde su estricto sentido –europeo- de defensa de los derechos humanos, limitador por tanto de las tentaciones de un Estado demasiado poderoso, a otro. Y este pone el acento en la apología de las elites. Sólo ellas tienen el criterio y los medios de conocer una verdad que se escapa –naturalmente- al elector medio o, dicho de otra manera, a las “masas”, sobre el que se vierte además todo el repertorio clásico de reproches de vulgaridad y mal gusto.
La “tecnocracia” –en particular la que se achaca al personal de la Unión Europea- no llega a tanto precisamente porque se concibe a sí mismo como una esfera ajena a la política partidista, pero no deja de coquetear con este estado de ánimo en el que el progresismo, antaño fiera y militantemente demócrata -ay de quien se atreviera hade unos años a poner en duda el axioma democrático…-, ha empezado a seguir esa misma senda de cuestionamiento crítico. El éxito de Trump (debido, paradójicamente, a la mayoría conseguida en el colegio electoral, una institución encaminada a equilibrar el voto popular), ha suscitado esta clase de reacciones, como muestran el libro de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt o el de Jason Brennan, este último titulado muy explícitamente Contra la democracia. Más que neoconservadores, que al fin y al cabo creyeron un día en la vocación planetaria de la democracia liberal, ¿se habrán vuelto orteguianos, o incluso reaccionarios, los antiguos progresistas?
La historia sigue, por su lado, una senda muy distinta a lo que la euforia propia de los años 1989-1991 podía dejar suponer. Ni China, tras la modernización iniciada bajo Deng Xiaoping, ni Rusia, tras los años caóticos de Yeltsin, se han convertido a la democracia liberal. Las dos plantean problemas de clasificación, porque habiendo salido del totalitarismo, han creado fórmulas originales, la segunda como una democracia autoritaria y conservadora, China como un régimen de partido único con una economía ultraliberalizada… a medias. La dificultad de establecer nuevas taxonomías indica que todavía nadie es capaz de formular una alternativa clara y articulada a la democracia liberal, salvo quizás los experimentos de democracia “iliberal” llevados a cabo en algunos de los antiguos países comunistas europeos. Ahora bien, que no sean fáciles de conceptualizar no significa que esas alternativas no estén ahí. (Mención aparte merecerían los países de mayoría musulmana, ante los que no caben simplificaciones –véase el caso de Indonesia, una gran democracia estable-, aunque para muchos de ellos la democracia liberal, a la occidental, resulte difícil de concebir: se descubre así otro plano de crítica hacia la democracia, como es el eurocentrismo propio de quienes la han concebido como el único régimen posible.) (…)
Seguir leyendo en Javier R. Portella, El abismo democrático