La violencia
Había demasiadas amenazas pesando sobre nuestro país como para pensar que continuaría indefinidamente la privilegiada situación que hemos vivido hasta ayer. Lo que todos temíamos se ha hecho realidad, con un ataque brutal en pleno Barcelona.
La atmósfera que ha precedido el atentado no ha se ha caracterizado sólo por las amenazas, que han ido creciendo en los últimos tiempos y se han concentrado en Madrid, Cataluña, Ceuta y Melilla. También ha habido un esfuerzo extraordinario de las fuerzas de seguridad, que han conseguido neutralizar riesgos a veces inminentes mediante una labor callada y eficaz. Y hemos asistido además, y convendrá recordarlo a partir de ahora, una trivialización de la violencia como no se recordaba desde los tiempos negros de la ofensiva de la ETA contra la democracia, hace treinta años.
Demasiada gente en nuestro país ha reducido la actividad política a una dialéctica amigo enemigo en la que lo más importante parece ser aniquilar al de enfrente. Nos hemos ido acostumbrando a los escraches, a los insultos, a los golpes, a los homenajes a etarras terroristas. Siempre hay alguien dispuesto a saltarse la ley, a considerar un impedimento inútil aquello que no le conviene o que no casa con su idea de la justicia. Y lo que es más asombroso: esos personajes abundan en la esfera pública, que se ha convertido en un púlpito donde moralistas de tres al cuarto se entretienen sembrando la sospecha y apuntando a algún culpable imaginario para ganar rédito y, sobre todo, para empeorarlo todo. Es el manual del perfecto demagogo.
Y de pronto, como era de prever, llega la violencia, la violencia sin justificaciones, sin coartadas, sin explicaciones. Y toda esa palabrería destructiva, toda esa hojarasca grotesca, deja paso al trabajo del personal sanitario, a la justicia y, otra vez, de las fuerzas de seguridad, que son las que se encargarán de restaurar un orden destrozado. Los españoles conocemos demasiado íntimamente la mentalidad y la brutalidad terrorista, es decir la pura violencia, como para tener que volver a aprender lo obvio. Y lo obvio es que cualquier intento de quebrar la convivencia debe ser condenado siempre, sin reparos ni segundas intenciones. Nunca estamos a salvo del todo, pero menos aún lo vamos a estar de seguir haciendo, una y otra vez, la apología del odio.
La Razón, 18-08-17