El legado de Marx. El Gran Relato
Hoy en día, nadie cree ya en esa religión política que fue el marxismo o el comunismo. Se apagó en las revoluciones antiautoritarias de 1968. Terminó de pudrirse con la publicación de Archipiélago Gulag en 1973. Y certificaron la desaparición de sus restos la caída del Muro de Berlín en 1989 y el colapso de la Unión Soviética en 1991. De aquella ilusión, es decir de aquella fe, no queda nada, ni las cenizas. Quienes hoy se reclaman del comunismo no pueden ni imaginar siquiera lo que aquello quiso decir. No están superados, como es natural, ni el fanatismo, ni el sectarismo, ni el gusto por la violencia, pero eso no es lo propio del comunismo. Tampoco lo es la apelación a democratizar la democracia liberal, que es el rasgo ideológico de unos populistas que se hacen pasar por neocomunistas. Tal vez lo crean ellos mismos, pero en realidad, son incapaces de concebir la esencia del marxismo, que es la fe en la posibilidad de instaurar el paraíso en la tierra cuando la clase trabajadora, emancipada gracias a la vanguardia constituida en partido comunista, termine de una vez con la Historia.
No es cuestión de reprocharles esa incapacidad, al contrario. Criaturas nacidas con el final de los “grandes relatos” –léase el marxismo-, están muy lejos de ese estado de espíritu, inexplicable ahora, que llevó a tanta gente a creer que el cielo estaba ahí, al alcance de la mano y que iban a vivir en él, anulado por fin el conflicto, la infelicidad, incluso el trabajo. Esa fue la primera parte del legado de Marx, un judío no creyente que en pleno siglo del progreso, de la ciencia y la racionalidad, inventó una superchería que era la versión laica de un mesianismo que, salvo episodios aislados de heterodoxia siempre reprimidos, se había especializado en diferir sine die la llegada del fin de los tiempos. Marx, en cambio, tan voluntariosamente ateo, tan específicamente antirreligioso, llegó a convencerse que la Humanidad estaba a las puertas de la felicidad total.
Y como la ciencia inventada por Marx aseguraba que aquello era una realidad ineluctable, como la ley de la gravedad, cualquier medio estaba justificado. Aquel hombre, capaz de una ingenuidad o una tontería impensable hasta entonces en el pensamiento y en la vida política, se imaginaba un Maquiavelo de dimensión cósmica. La semilla que plantó la retomaron a su cargo sus sucesores, Lenin desde la completa falta de escrúpulos y Stalin y Mao desde el cinismo absoluto. Se ha calculado que unos cien millones de seres humanos fueron sacrificados por aquella mafia en el altar sin Dios de la nueva religión, parodia de las auténticas. Nunca hubo matanza a tal escala, ni religión tan brutal, tan cruel y tan arraigada, capaz de negar la evidencia más palpable, la prueba más irrefutable… hasta que se desvaneció de pronto, como si nunca hubiera existido.
No lo hizo del todo, sin embargo. Con la quiebra del Gran Relato, llegó la hora de generalizar la sospecha en la que se basaba aquél. Así que los creyentes a machamartillo, como nunca hasta entonces lo había sido nadie, redescubrieron las virtudes de la desconfianza, es decir las de un marxismo convertido en actitud y en estética, cultivado con minuciosidad maniática. El escepticismo, que siempre había sido virtud de ánimos prudentes, se volvió fanático. Es el segundo legado de Marx. Los neomarxistas andan desde entonces enfrascados en la parodia de la parodia, haciendo como que prometen un paraíso en el que no creen y confortablemente instalados en la crítica de un mundo que ofrece las mejores condiciones de vida nunca imaginadas, en particular a los profesionales de la crítica escéptica. Un mundo creado por el capitalismo, la actitud liberal y… el cristianismo. La Historia ya no es lo que era.
La Razón, 17-04-18