Liberalismo postnacional
El resultado de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia ha dejado frente a frente, con una claridad cartesiana, a los dos bandos que copan el nuevo espectáculo político. Por un lado, los partidarios del cierre de fronteras, el proteccionismo, las identidades fuertes y, por otro, los que apuestan por la globalización, la libertad de comercio, la cultura cívica, el cosmopolitismo.
Una de las paradojas de este nuevo reparto de papeles es lo descolocada que queda la izquierda. Habiendo abandonado su base social popular, y quebrada su filosofía por el hundimiento del socialismo, la izquierda que no se ha ido con los nacional-populismos, la más ilustrada, se nos ha vuelto liberal. Asistimos así, en buena parte de Europa, a la recuperación del significado norteamericano del término “liberal”. Corresponde al uso tradicional en un país que, como Estados Unidos, no conoció el socialismo: por proponer otra traducción, progresista.
Este liberalismo progresista no ha abandonado del todo algunos de los postulados clásicos de la izquierda, y uno de estos es el anhelo de un mundo sin fronteras. Las fronteras, de hecho, se han convertido en uno de los tabúes más enraizados y definitorios del progresismo actual. Ya se sabe: en vez de fronteras (no digamos ya muros o vallas), puentes y en vez de defensa, manos tendidas. En nuestro tiempo la Historia, siempre la Historia, se mueve hacia lo postnacional.
Como España suele adelantarse en la puesta en práctica de ideas políticas novedosas, aquí ya hemos conocido un experimento de política postnacional. Fue bajo el mandato de Rodríguez Zapatero, cuando la nación era un concepto discutido y discutible, un relato que puede ser sustituido por otro. Dio pie a la hegemonía nacionalista en el País Vasco y al proceso soberanista en Cataluña, además de dificultar cualquier pacto entre los partidos nacionales. Lo que viene después de la nación, efectivamente, no es un universo de seres racionales y tolerantes movidos por criterios morales de orden kantiano. Lo que viene después de la nación es el mundo, o la Europa, de los nacionalismos, de los pueblos o las tribus étnicas, culturales y lingüísticas, de las exclusiones y la exaltación de las identidades. Macron y los macronitas han comprendido que la nación es el mejor antídoto contra estos nacional populismos. Estaría bien que el resto de los liberales lo fueran teniendo en cuenta.
La Razón, 28-04-17