Lo insostenible de lo sostenible
En vista de las decisiones sobre energía que se vienen tomando en España desde hace treinta años, era cuestión de tiempo que se produjera una situación como la que estamos viviendo ahora. La ha precipitado el inicio de la recuperación tras la crisis del covid, pero también los progresos generales de las economías de países poco desarrollados hasta hace poco tiempo. Las democracias occidentales no son ya los únicos países que hacen un uso intensivo de la energía y, como es natural, deben pagarla más cara. En cambio, son los únicos que han volcado todo su esfuerzo en cerrar fuentes de energía baratas (en Europa hemos convertido el fracking en un tabú) y en prohibir otras no contaminantes, en particular la energía nuclear. Las renovables, aunque empiezan a ser rentables, están todavía muy lejos de poder suministrar la energía que demandamos.
Así que España y el resto de las democracias occidentales emprendieron una vía en la que el idealismo y el ecologismo como ideología conducen necesariamente a una reducción del nivel y de la calidad de vida. En un artículo reciente, Bjorn Lomborg citaba un estudio de la revista “Nature” según el cual si un país como Estados Unidos intenta cumplir el objetivo de emisiones cero en 2050, la reducción del PIB anual per capital llegaría a ser de 9.699 euros per cápita. Es posible que sea esto lo que se pretende, y ya hace tiempo que el discurso de sostenibilidad y respeto al medio ambiente empezó a transformarse en otro que plantea como horizonte una reducción del nivel de vida que equivale a un cambio de modelo político y antropológico.
Como este giro forma parte de los principios que preconizan (sin hacerlos suyos, claro está) las elites políticas, mediáticas y académicas, parece indiscutible. No lo es. Nadie -salvo Boris Johnson, y muy recientemente- se ha propuesto desglosar ante los ciudadanos, electores y contribuyentes, cuál es el coste de las políticas encaminadas a frenar de esta forma, como si no hubiera otra, el cambio climático. Acabamos de empezar a comprobar qué factura vamos a tener que pagar. Dentro de poco veremos si los eslóganes del dogma resultan tan atractivos, sobre todo cuando la negativa a explorar vías de producción de energía limpia y barata, como la nuclear, lleva a pensar que detrás de la obsesión ecológica hay mucho de ideología, más en particular de ideología anticapitalista y antiliberal.
Tampoco se suele decir que el esfuerzo de los ciudadanos de las democracias liberales será en balde -literalmente- si las nuevas potencias y los países en desarrollo no cambian sus propias políticas energéticas. Esto no significa que debamos dar por perdido cualquier esfuerzo, pero sí proporciona un argumento más en favor de un cierto realismo y de la desideologización de la cuestión. Una de las muchas paradojas de todo este asunto estriba en esa actitud que pretende dar lecciones que el resto del mundo no reconoce, al tiempo que sabotea una forma de vida que es la propia de los países más abiertos, tolerantes y prósperos del mundo. Y todo envuelto en un dogmatismo que intenta disimular la última gran paradoja de este asunto. Y es que a medida que la sociedad va viendo cómo se reducen sus expectativas de crecimiento, los Estados y los administraciones gubernamentales siguen creciendo y creciendo y creciendo…
La Razón, 27-10-21