Ni monárquicos, ni republicanos
España es uno de los pocos nombres de países del mundo que admite el plural, y se dice, y se escucha, o tal vez se escuchaba, las “Españas”. El plural, de hecho, era signo de unidad en lo que ahora se llama diversidad, y así como todas las Españas eran igualmente españolas, ninguna de ellas monopolizaba la esencia de lo español. Ocurre lo contrario con la palabra república, que se ha vuelto a escuchar en plural en los últimos días, pero para significar que cuando llegue, no habrá una sino varias repúblicas. Más de una habrá dejado de ser española, con lo que la palabra España habrá perdido su significado.
España, por tanto, parce incompatible con república, y la expresión “república española” resulta ser un oxímoron, compuesta de términos antitéticos e incompatibles. Lo que sí hay, a pesar de todo, son españoles -lo son, casi sin ninguna duda- que se declaran republicanos. Aceptado lo primero, hay que preguntarse si de verdad lo son, o qué entienden por república.
Podemos postular que la República es un régimen caracterizado por la elección del jefe del Estado y que, aparte de esa primera peculiaridad, admite muy diversas combinaciones en el reparto del poder, además de la alternancia de fuerzas, ya sea más progresistas, o más liberales y más conservadoras. En este caso, no nos arriesgamos mucho si afirmamos que aunque haya españoles que en abstracto crean posible esa república, la mayor parte de ellos sabe que no puede establecerse en nuestro país.
No hay republicanos de ese tipo en España porque esa república es, aquí, una utopía aún más inconcebible que la Edad de oro y la felicidad de y para todos. Lo es porque la república, en España, sólo puede ser un experimento de orden revolucionario. O bien izquierdista, como la Segunda República, que quiso excluir a todo lo que no tuviera ese sesgo ideológico. O bien porque, siempre dentro del progresismo, la República pasa a ser un experimento confederal de división y reconstrucción de España. Se dice que se rompe para luego volver a unir sobre nuevas bases, como una nueva Confederación Helvética. En realidad, y como es natural, se rompe para dividir, no para volver a unir. Así ocurrió en la Primera República y así acabará el actual experimento. (Se puede leer con provecho el Episodio nacional que Galdós dedicó al Cantón de Cartagena: Galdós, en sus últimos años, se mostraba lúgubre e hipercrítico con la Monarquía constitucional; nunca lo fue menos con la Primera República.)
Así que todo el mundo sabe, incluidos los que atesoran en su alma un pequeño rincón republicano, que no hay posibilidad alguna de República española.
Curiosamente, tampoco hay monárquicos. Esto se debe a una paradoja de otra clase. Es la dificultad para admitir y argumentar lo que, por otra parte, es evidente: que la Corona contribuyó decisivamente a traer la democracia a España, como en su momento, allá en los años 30 el siglo XIX, contribuyó a traer el liberalismo. La Corona no solo representa la nación histórica. También representa, y es condición, de la España constitucional y democrática.
Nunca se ha querido contar la historia de esta manera. Como si la Corona fuera algo engorroso o estuviera marcada por algún pecado imposible de expiar, se hace remontar legitimidad histórica de la actual Monarquía parlamentaria, no al liberalismo y a la Monarquía constitucional, sino a la Segunda República (de la Primera sólo se acuerdan los especialistas). Co el propósito de hacer admisible la Monarquía, se idealiza la República de los años 30, como si hubiera sido un régimen democrático y liberal -cosa que los propios republicanos nunca quisieron que fuese- y, en cambio, no se ha intentado entroncar la Monarquía democrática con la Monarquía constitucional, más cercana a la actual, más estable y respetuosa con la unidad del país. En consecuencia, nunca se ha enseñado el significado de la Monarquía: ni en la historia de España ni como régimen, el que mejor ha garantizado la estabilidad y la libertad allí donde consiguió sobrevivir. Nadie se extrañará que la Monarquía y la Corona cuenten con tan escasos adeptos entre las nuevas generaciones. Se les ha inculcado la aversión y la desconfianza. Y no saben otra cosa. Ni monárquicos ni republicanos.
Libertad Digital – Club LD, 20-12-20