Para qué sirve la enseñanza
En estos últimos años, la educación ha cambiado mucho, y en muchos casos para bien. Se ha reducido el peso de la memorización, damos prioridad a la búsqueda de información, al establecimiento de criterios para filtrarla, a la formación de un criterio propio, al debate para encontrar soluciones que no son evidentes, por mucho que vengan contrastadas por la experiencia y el conocimiento. También se han incorporado a la evaluación otros elementos aún más desconocidos que estos por la enseñanza tradicional, como es la imaginación, la creatividad en cualquiera de sus formas, la sensibilidad, la capacidad de comunicación. Y al profesor, por otra parte, se le exige transparencia en los programas de enseñanza y en los sistemas de evaluación, así como una relación más estrecha y más fluida con los estudiantes.
Esta nueva manera de plantear la transmisión de conocimiento y la formación intelectual y moral de los jóvenes determina que muchos de los estudiantes que hace años se habrían quedado en el camino, pasan ahora de curso. Es una realidad coherente, por otro lado, con sociedades que requieren habilidades y capacidades mucho más abiertas de las que antes se exigían, incluso en oficios y profesiones tradicionales. Se entiende, por tanto, que accedan a niveles superiores de enseñanza jóvenes con trayectorias académicas y con perfiles intelectuales muy distintos, a diferencia de la relativa homogeneidad, finiquitada -dicho sea de paso- hace ya muchos años.
Muy distinto es, sin embargo, que en ese esfuerzo por hacer de la enseñanza un elemento más integrador, más adaptado a la realidad, más enriquecedor para los jóvenes y para la sociedad en general, se pierdan de vista dos objetivos fundamentales. Uno es la transmisión de unos conocimientos humanísticos y científicos básicos, compartidos, que dependerán del nivel del que estemos hablando, pero que en cualquier caso deberían ser la base de una conciencia ética, histórica y universalista: el objetivo de una enseñanza liberal. El otro es inculcar a los jóvenes el amor al esfuerzo, al trabajo bien hecho, a la superación: el orgullo y el sentido de la dignidad. Ninguno de estos dos objetivos se han visto anulados por la revoluciones que culturales y sociales que hemos vivido. Más bien al contrario, en un mundo cada vez más abierto, más plural, con individuos cada vez más autónomos, siempre llevarán las de ganar quienes tengan una base de conocimiento que les permita la versatilidad, la flexibilidad y el cambio. También aquellos que sepan encauzar su esfuerzo con autodisciplina y de forma crítica y estratégica.
Pues bien, eso es lo que las autoridades educativas se han empeñado en destruir, como si los cambios necesarios entrañaran también la necesidad de anular la exigencia y el conocimiento. Es una estafa -política- porque se está inculcando a los jóvenes algo que no es real, mucho menos en un mundo tan competitivo como el nuestro. Y es una forma de reinstaurar formas muy crudas de desigualdad, porque saldrán ganando los hijos de familias que puedan permitirse una educación exigente. Si el Estado, como se dispone a seguir haciendo en educación, sigue retirándose de cualquier responsabilidad, ¿para qué sirve? ¿Y para qué sirve la enseñanza?
La Razón, 08-07-21