Recuerdo del 11-S
Ilustración: Locco Committee
Todos nos acordamos de lo que estábamos haciendo cuando nos ocurrieron algunas cosas. El 11 de septiembre de 2001 por la tarde, yo estaba encerrado –en Madrid- con algunos estudiantes y sólo a la salida de la reunión un colega, norteamericano, nos dijo que estaban ardiendo las torres del World Trade Center. Hubo quien bromeó diciendo que estaría ardiendo sólo una. Al llegar a casa todo se aclaró o, más bien, se oscureció de una vez por todas.
Ahora recuerdo aquellos momentos, y mucho de lo que vino después, como una combinación muy particular de tristeza, paranoia y una cierta excitación esperanzada. La tristeza, que no se ha borrado, no necesita grandes glosas: pude coger el primer vuelo a Estados Unidos después del 11-S y cuando el avión sobrevoló Manhattan pocos pasajeros pudieron controlar la emoción al ver las dos gigantescas columnas de humo que se elevaban desde la isla, siempre tan hermosa desde el cielo. La paranoia llevaba a pensar que habíamos entrado en un mundo nuevo, que hacía realidad las peores predicciones de la década anterior acerca de los choques de civilizaciones, aunque también ponía en alerta sobre la generalización de una situación como la que conocíamos bien en nuestro país, por obra de los asesinos etarras. En cuanto a la excitación, inducía a creer que aquello tenía alguna clase de solución, y que esta llegaría si se tomaba la iniciativa y, subidos en la ola de la derrota del totalitarismo conseguida en los años 90, se lograba desbloquear la situación en las dictaduras nacionalistas árabes sin abrir la puerta a los fundamentalismos islamistas. A todo esto, ya de por sí complicado, se unió la ola patriótica que suscitaba en algunos de nosotros la aventura atlántica de José María Aznar, que vio en la soledad relativa de Estados Unidos una oportunidad para que nuestro país recobrara el papel que le corresponde en el mundo.
Aunque comprensible, sobre todo en su encadenamiento demasiado lógico, fruto en parte de un optimismo liberal que nunca he conseguido reprimir del todo, aquello ha llevado al escepticismo. Escepticismo ante el concepto de “guerra” aplicado a la lucha contra el terrorismo, ante las descalificaciones globales de cualquier civilización o religión, en particular el islam, y ante la tentación de exaltar lo propio como solución para lo ajeno. Lo que estaban buscando los que mataron a casi 3.000 personas aquel 11 de septiembre era eso, por lo menos en parte.
La Razón, 13-09-16