Trans

Hasta hace poco tiempo, el porcentaje de la población que se enfrentaba al trastorno de disforia de género se estimaba entre el 0,05 y el 0,14% para los hombres y entre el 0,02 y el 0,03% en las mujeres. La proliferación de casos en los últimos años incita a pensar que había un problema oculto que ahora está saliendo a la luz. También se puede pensar que el aumento responde a otras causas inducidas de índole social y cultural. La incógnita empezará a aclararse en parte cuando, como ya ha empezado a ocurrir, se evalúe el número de casos en los que la transición de género ha resultado satisfactoria y aquellos en los que no lo ha sido. La experiencia empieza a indicar que las personas que se hayan implicado en este proceso de cambio sin un motivo básico consistente se enfrentarán al rechazo de su propio cuerpo y a un alto grado de animadversión hacia el entorno y, en general, la sociedad a los que muchas veces harán responsables de lo ocurrido. Problemas muy graves, sin vuelta atrás, capaces de destrozar vidas que podían haber sido encauzadas de otra manera. Sería deseable pensar que los responsables políticos son conscientes de la gravedad de este asunto.

Otro problema reside en las consecuencias de la autodeterminación de género en aspectos culturales, sociales y, en última instancia políticos. Aquí nos encontramos ante la desaparición de la frontera entre sexos, con todo lo que esto comporta: por ejemplo, el final de la llamada lucha feminista. La igualdad, efectivamente, acaba de encontrar un atajo más fácil de transitar que la larga lucha social. También en este caso, es de suponer que los responsables políticos son conscientes de lo que están promoviendo.

Se habla menos de otro asunto del que la cuestión trans es un síntoma, más que nada. Se trata de la generalizada indeterminación que caracteriza a los jóvenes en cuanto a lo que antes se denominaba opciones sexuales. Hace unos años, no demasiados, había, como es natural, zonas ambiguas, o de exploración. Ahora estamos ante un panorama bien distinto, en el que muchos adolescentes dicen desconocer la naturaleza de su inclinación sexual. Los motivos son, sin duda, variados. Antes, en este como en otros terrenos, el centro de las preocupaciones giraba en torno a la igualdad y el «hacer». Ahora el eje está en la identidad y en el «ser», con todas las dificultades que este giro comporta. También está la sexualización abierta y total de la vida social y una oferta –al menos simbólica– sin límites, bien reflejada en internet, ya sea en las redes o en la generalización de la pornografía. Más enigmática aún resulta la actitud de las adolescentes, que parecen incómodas ante un mundo donde prima la exhibición sexual, el bullying se ha convertido en algo trivial y el acoso masculino se despliega sin frenos en la realidad y en las redes. La generalización de una autonomía casi total en las cuestiones de género y de sexualidad parece haber abocado a un mundo hipersexualizado y, sobre eso, hipermasculinizado. Para muchas chicas, resulta un alivio refugiarse en un mundo lo más protegido posible, al que los hombres, portadores de una violencia permanente, no tengan acceso. Igual que en los casos anteriores, también en este convendría que los responsables políticos supieran lo que están haciendo, y los problemas y la angustia que está generando su empeño emancipador.

La Razón, 26-10-22