Qué significa Israel para mí
Como es bien sabido, Israel quiere decir El que lucha con Dios y fue el nombre que el Señor dio a Jacob después de que este luchara toda una noche con Él (Gén 32, 23-32). Ese es el principio de todo y lo que Israel significa, para mí, es esa elección del pueblo judío por el Señor para dar testimonio de su presencia entre nosotros.
Ese testimonio no se agota nunca, ni con la venida de Cristo, ni con la revelación al profeta Mahoma, ni con la instauración de un mundo postreligioso, como es el nuestro. Desde que fue formulado en la Alianza, ese testimonio ha estado vigente, lo está hoy y lo seguirá estando siempre. El pueblo judío es el pueblo escogido por el Señor para recordarnos a todos la realidad de su existencia. El pueblo judío es el depositario y el intérprete de la Ley, que es la palabra de Dios, su realización en el mundo.
El peso que el pueblo judío asumió al aceptar la Alianza es infinito. Sabemos lo que eso ha costado en la Historia que la Alianza inaugura: el exilio, las destrucciones del Templo, la diáspora, el quedar convertido en representación y chivo expiatorio del miedo de los demás, el Holocausto. Esforzarse por comprender al pueblo de Israel quiere decir estar dispuesto a compartir ese peso, aunque sea en la medida muy pequeña que corresponda a cada uno.
A partir de ahí, Israel ha venido a significar también la tierra prometida al pueblo judío. Tierra sagrada, o Santa, porque con ella el Señor, siempre celoso de su autoridad, atestiguó que quiere ver a su pueblo libre, independiente de cualquier otro poder. Israel es el nombre actual de ese empeño, que es voluntad de seguir siendo fiel al mandato que constituye a la nación que la puebla. Esa voluntad se ha manifestado desde el primer momento y hoy, después del intento de exterminio en el siglo XX, Israel –el Estado de Israel- recuerda por su sola existencia lo que se intentó hacer para borrar a Dios de la faz de la tierra.
Ese intento forma parte de la historia de quienes vivimos y compartimos culturas europeas u occidentales. Israel se convierte así en el recuerdo de la monstruosidad de la que hemos sido, y seguimos siendo capaces. Significa la advertencia, que debería ser eterna, ante lo que podemos llegar a hacer y ante aquello en lo que nos podemos convertir, a veces sin apenas advertirlo.
La realidad de Israel como Estado, como comunidad política nacional, significa por todo esto un experimento infinitamente valioso. El Estado de Israel no puede dejar de ser un Estado judío. Ha de permanecer fiel a aquello que lo constituye como pueblo, pero por eso mismo, porque la Ley está inscrita en el núcleo de esa identidad, no puede dejar de ser un Estado en los términos actuales: pluralista, democrático y respetuoso de los derechos humanos. Desde una cultura de fundamento cristiano, que fue donde se deslindó la política de la religión, y con la tradición liberal como la base misma de una actitud ante la política, esto resulta difícil de entender, casi exótico.
Pues bien, precisamente por estar situados en esta perspectiva postcristiana, la supervivencia de esa identidad y las contradicciones y las dificultades a las que da lugar resultan aún más valiosas, más importantes de entender. Pocas cosas nos dicen más sobre nosotros mismos que aquellos cuya vida –política, comunitaria, militar, sentimental- gira en torno a ese eje problemático que no deberíamos olvidar nunca, a riesgo de caer otra vez en lo que ya sabemos y a veces parece que queremos olvidar. Y sin necesidad de llegar a tanto, la voluntad de preservar la propia identidad en un orden que se impone el respeto del pluralismo resulta siempre un ejemplo.
Finalmente, Israel es también el origen de las religiones monoteístas. Por eso, y esta vez desde una perspectiva religiosa, Israel es el fondo sobre el que se proyecta la fe de un cristiano o de un musulmán. En un mundo globalizado, y siendo la fe una forma de vida que debe ser mantenida más aún que antes mediante el ejercicio de la conciencia y de la voluntad, Israel es también una invitación a comprender, profundizar, seguir practicando y manifestar con más intensidad, con más humanidad, nuestra propia religión.
Se puede ser cristiano o musulmán a espaldas de Israel y del judaísmo. Y hay quien ha intentado, e intenta, serlo en contra. Lo último es, entre otras muchas cosas, un error –un pecado, desde el punto de vista cristiano: lo es incluso si se tienen en cuenta, como hay que hacerlo para que no caigan en el olvido, algunos textos sagrados y el arsenal que contra el judaísmo levantaron estas dos religiones. Lo primero, que es tanto como negar el milagro inagotable de la supervivencia de Israel, significaría echar a perder algo muy profundo de la propia fe.
El Medio, 25-08-14