Algunos hombres buenos, por Núria González Campañá
De La Hora de España, Deusto, 2020
Desde el otoño catalán de 2017 somos muchos los que no dejamos de pensar en el futuro de España como nación. En momentos de crisis e inestabilidad, cuando las instituciones y las normas que han sustentado nuestra vida en común están en entredicho urge reflexionar sobre los liderazgos que necesitamos para afrontar las diversas crisis en las que estamos inmersos.
La crisis secesionista catalana, a la que se le suman simultáneamente otras crisis (la económica, que muchos españoles todavía no perciben como superada, la social y de valores con la atomización de la sociedad y la institucional, por el debilitamiento de la confianza en las instituciones que han protagonizado los últimos 40 años) han generado descontento y una profunda sensación de hartazgo que se traduce en una creciente polarización. Las redes sociales ya no aparecen como la esperanza para conectar visiones diferentes, sino todo lo contrario: crean burbujas de opinión que aíslan al ciudadano al acercarlo de manera insistente únicamente con personas afines. Crece la percepción de que los espacios para intercambiar reflexiones contrapuestas se han reducido y compartir la vivencia de un “nosotros” con quien piensa diferente se hace cada vez más complicado. La crispación se ha instalado en discursos políticos marcados por lo emotivo que erosionan los afectos entre ciudadanos, especialmente aquellos más politizados. Seguimos acudiendo a las urnas, y lo hacemos masivamente, pero escogemos opciones que ofrecen identidades más que propuestas para el bien común. Ello debilita los vínculos de solidaridad, que son los cimientos de cualquier comunidad política. Como nos recuerda Fukuyama en su último ensayo, Identidad, para que una democracia funcione se necesita algo más que una aceptación pasiva. Se requiere el ejercicio de ciertas virtudes y una identidad de destino.
Para contestar a la pregunta sobre los liderazgos políticos que necesitamos hoy en España y que deberían ayudar a tejer esa identidad de destino que hoy parece tambalearse, puede resultar interesante alejarse por un momento temporal y geográficamente de nuestro país y rescatar una historia, la de los padres fundadores de la Unión Europea, que ante el colapso de sus naciones pusieron los cimientos de un nuevo proyecto sugestivo de vida en común. Y lo hicieron no en contraposición con las comunidades nacionales respectivas, sino integrándolas como partes constitutivas de otra mayor.
Robert Schuman y Jean Monnet
Desconozco la razón, pero la historia que protagonizaron Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer y Alcide De Gasperi, no ha sabido hacerse un hueco en nuestra memoria. Cuando nos referimos a los founding fathers, muchos, incluso en Europa, piensan en James Madison, Thomas Jefferson o George Washington. Y, sin embargo, las vidas de Monnet, de Schuman, de Adenauer o de De Gasperi, su determinación, su visión, su valentía, su mezcla de idealismo y sentido práctico merecerían un lugar destacado en cualquier manual de buen liderazgo.
Patriotas en lugar de nacionalistas
No es fácil hacer una distinción entre estos dos conceptos. George Orwell, por ejemplo, definía el patriotismo como la devoción a un lugar y a un modo de vida que no quiere imponerse sobre otros pueblos, una emoción defensiva, mientras que entendía que el nacionalismo es inseparable del deseo de poder y, por tanto, agresivo. Maurizio Viroli, en un libro reeditado recientemente, Por Amor a la Patria, distingue el patriotismo del nacionalismo en la medida en que el primero se traduce en un amor hacia la forma de vida que defiende la libertad común de unas personas unidas por vínculos históricos y culturales (es un patriotismo más encarnado en el tiempo y el espacio que el patriotismo constitucional de Habermas), y el nacionalismo se identificaría con la defensa de la homogeneidad cultural, lingüística y étnica de un pueblo.
Estas aproximaciones, sin ser definitivas pues la confusión de ideas en este campo está extendida, nos ayudan a desbrozar el debate.
Partiendo de estas consideraciones, parece evidente que ninguno de los padres fundadores de la UE fue nacionalista. Y resulta incluso difícil calificarlos únicamente como patriotas franceses, italianos o alemanes. En todo caso, serían patriotas alemanes, franceses o italianos y, al mismo tiempo, se sentían profundamente europeos.
En realidad, todos ellos fueron hombres de frontera, la nacionalidad que indicaba su pasaporte no limitaba sus apegos. Schuman y De Gasperi, particularmente, cuyas familias procedían de territorios que cambiarían de jurisdicción tras la primera guerra mundial, Alsacia-Lorena y el Trentino Alto Adige, comprendieron rápido que las fronteras son accidentes que no justifican odios tribales. Ambos eran hombres bilingües, imbuidos de dos culturas. (…)
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