2019. El año del descrédito
Los españoles no recordaremos este año 2019 como un gran momento. Cuando ya parecía que habíamos dejado atrás la gran recesión, se acumulan de nuevo los signos de desaceleración económica. Los jóvenes se enfrentan a largos años de empleos precarios mal pagados y los mayores a que se deje de contar con ellos en cualquier momento, como si fueran material obsoleto. No hay respuestas articuladas a la revolución tecnológica ni al cambio climático. La sociedad española se enfrenta a problemas graves de soledad y de adicciones, como los lazos comunitarios empezaran a desleírse. La propia comunidad política nacional ha sido amenazada sin que las clases dirigentes hayan sido capaces de llegar a una respuesta conjunta. Y, como era de esperar en vista de lo ocurrido, la representación política se ha fragmentado. El electorado dejó de creer en los partidos tradicionales sin que los nuevos hayan conseguido suscitar su confianza mayoritaria.
Lo paradójico es que al mismo tiempo que la situación se ha ido degradando, la sociedad española y sus instituciones han ido demostrando una extraordinaria capacidad de respuesta. La Corona se puso al frente de la indignación de la ciudadanía ante la sublevación nacionalista con un discurso y una actitud que la han convertido una vez más en la institución más representativa. El poder judicial y las fuerzas de seguridad han respondido a todos los desafíos que se han venido planteando. Los españoles, por su parte, han aprovechado las oportunidades que les dio la reforma laboral para cambiar de arriba abajo el mercado laboral y la creación de empleo, hasta el punto que a pesar de que ya no crecemos como hace apenas un año, se siguen creando puestos de trabajo. Las empresas han perdido todos los miedos y han convertido al país en una gran potencia exportadora. En contra de lo que se pudo deducir del comportamiento previo a la última crisis, los españoles han sido capaces de racionalizar su actividad económica… y el resto: invertimos más en educación y en formación, los jóvenes están cada vez mejor preparados, han perdido los complejos y se sienten europeos de pleno derecho. Y no ha habido movimientos de pánico ni de racismo como los que han llevado a otros países europeos a abrazar propuestas nacionalistas y populistas o a refugiarse en la reivindicación identitaria.
Todas estas realidades hacen aún más llamativa la situación política. Parece como si las organizaciones y los responsables políticos vivieran en otro mundo, un mundo anterior a la crisis, el mundo de la “memoria histórica”, y no hubieran encontrado todavía qué papel les corresponde en esta nueva realidad, aquí donde los clichés ideológicos son algo superado, los españoles se enfrentan a problemas inéditos y se han dejado que se enquisten problemas ya antiguos.
Como es natural, el descontento que este desfase ocasiona se centra en quienes han asumido la responsabilidad de liderar su país… pero no lo hacen: el Gobierno y su Presidente. Llegados al poder gracias al voto de los secesionistas, y habiendo echado en el olvido la coalición (frágil, pero histórica) que logró el gobierno de Rajoy ante el nacionalismo, se han mostrado incapaces de entender que el nuevo tiempo, desde la Gran Recesión y la sublevación independentista, requiere generosidad, sentido histórico, voluntad de diálogo. Con una actitud narcisista, reveladora de falta de madurez, parecen haber creído que los tacticismos partidistas, envueltos en gestos propagandísticos como los que han rodeado la exhumación de Francisco Franco, podrían suplir su incapacidad y su falta de voluntad para comprender que la nueva sociedad española requiere otros instrumentos políticos y actitudes muy distintas. Ya han empezado a pagar el precio y es seguro que si demuestran la misma falta de visión ante la sentencia del Supremo, el descrédito aumente.
La Razón, 13-10-14