Cervantes
Unamuno, que conocía bien el Quijote y casi tan bien a su autor, decía que si Cervantes no hubiera participado en la batalla de Lepanto, no habría escrito su obra maestra. Es una excelente reflexión para encarar con algo de sensatez, e incluso con un poco de humor, las interpretaciones que de la obra cervantina se han escuchado estos días, y las que nos deparará sin duda el año que viene. Lo importante es que sitúa a Cervantes y al Quijote en su momento, en el mundo en el que el escritor vivió, y no en la fantasía de quienes quieren hacer de él una proyección de sus propias obsesiones.
Por supuesto que cada cual puede hacer lo que le venga en gana con un asunto al fin y al cabo inofensivo. Aparte de revelar una estulticia insondable, se reconocerá que no tiene mucha trascendencia convertir a Don Quijote y a su creador en escracheadores profesionales, de los de Ada Colau, en okupas, en miembros del 15-M o en estudiantes de la facultad de Somosaguas, santuario de la próxima revolución española. Tampoco se puede pedir demasiado a quien se empeñan en hacer de Cervantes y su criatura fracasados profesionales, al estilo de un aspirante a actor en Hollywood. Culturetas, efectivamente, siempre los ha habido, aunque ahora el PP les da el Cervantes.
El asunto viene de lejos. En la primera mitad del siglo pasado, hubo quien vio en el Quijote la proyección autobiográfica de un Cervantes crucificado en la crisis española de finales del siglo XVI. España, como bien sabemos, nunca ha dejado de estar en crisis. Y también hubo quien convirtió a Cervantes en el modelo de todos los disidentes, intentando así dignificar de barato su propia dificultad para enfrentarse a la realidad española, la de verdad, no la fantasía más o menos literaria.
Cervantes, por su parte, no parece haber confundido nunca las cosas. El quijotismo no es pensar que la realidad debe responder a nuestro deseo. Quijotismo es, más bien, la intuición inmediata y definitiva de la complejidad de lo real, y el empeño simultáneo por descifrar en ella la bondad, la belleza y la justicia en su más sentido más puro. Ahí no hay concesiones, ni fracasos, ni críticas ni disidencias. Para Cervantes la realidad está impregnada de esas virtudes absolutas y la presencia de estas en la vida real es siempre operante, eficaz, mucho más allá de lo que nosotros mismos somos capaces de ni siquiera empezar a imaginar.
La Razón, 25-04-15