El Rey y la nueva normalidad
Hace unos años se teorizó la idea de que España era por fin un país normal. Hay pocos conceptos más escurridizos que el de la normalidad. Probablemente se quería decir que habíamos dejado atrás unas décadas de aislamiento y que volvíamos al concierto de las naciones de “nuestro entorno”, con instituciones respetadas y sólidas, capaces de aguantarlos choques de la política partidista diaria. A algunos de los teorizadores de la España normal no se les escuchó mucho después, cuando se comprobó que la normalidad española consistía en la manipulación de la democracia liberal para la construcción de naciones nacionalistas, ni cuando buena parte de la Universidad y de la intelectualidad -por utilizar un término castizo- se dedicaba con furia a la demostración de que España, la nación española, es un fracaso.
Tampoco sabemos muy bien si es normal o no lo que está pasando con Don Juan Carlos. Es probable que en un país normal, Don Juan Carlos estuviera amparado por un pacto indiscutible, sin el menor fallo, a cargo de los dos partidos antes mayoritarios. Al fin y al cabo, sigue siendo el responsable primero de la Transición a la democracia normal y jefe del Estado durante la consolidación de la democracia liberal normal. Ahora mismo, no está imputado en ninguna causa, y si tiene una cuenta pendiente con Hacienda ya ha demostrado que está dispuesto a saldarla.
No es así, sin embargo. La Fiscalía no ha encontrado nada mejor que hacer que investigar una supuesta fortuna en un paraíso fiscal. Y como en nuestro país, desde que se abrió la veda al político con la “regeneración”, la sospecha equivale al establecimiento de la culpabilidad, no hay nada que hacer: es lo normal. El acoso viene envuelto en una gran maniobra en la que una parte del Gobierno anuncia la proclamación de una nueva República (o varias, mejor dicho), mientras que la otra, la sanchista, no disimula su voluntad de convertir la Corona en una cáscara vacía y al Rey en un funcionario de segundo rango, sin más misión que la de dar fe de los actos del ejecutivo. Por si fuera poco, cunde en la opinión pública y en la publicada una repulsiva predisposición, entre sentimental y moralista, que exige de los personajes públicos una ejemplaridad que nadie practica, ni los particulares, ni las organizaciones políticas ni la administración, en particular la de Justicia con un ensañamiento tan sorprendente como sus plazos interminables. Sabemos lo que ocurrirá. Dentro de un tiempo, el “reo” será declarado no culpable, estará acabado en lo personal y en lo público, y la institución que representaba, invalidada.
Nada de esto ocurriría en un país normal, con una clase dirigente normal dispuesta a respetarse a sí misma y a sus compatriotas. No estamos ahí, sin embargo. En nuestra normalidad, sobre todo en la nueva, tal vez lo mejor es que Don Juan Carlos, una vez establecidos los cortafuegos necesarios para evitar más daños, vuelva a su país y afronte esta última prueba.
La Razón, 15-12-20