Fantasías británicas
En el Brexit hay quien ve un sobresalto vital del honrado pueblo de Inglaterra contra la falsificación impuesta por las elites de Bruselas. Y hay quien ve, en cambio, un reflejo liberal, por no decir libertario, frente a la voluntad intervencionista del súper Estado de la Unión Europea. Aunque las dos interpretaciones culminan en el glorioso acorde de la soberanía, entonado por los electores ingleses el pasado día 24 de julio, el llamado Día de la Independencia, no son lo mismo. La primera lectura es la clásica del populismo de tintes nacionalistas, que opone la verdad de un país (la España auténtica, en el nuestro) a sus oligarquías (la España oficial). Como se sabe, esta oposición ha justificado buena parte de las atrocidades cometidas en el siglo XX. La segunda toma sus argumentos de otra tradición, liberal, que preconiza una sociedad estructurada en instituciones y cuerpos intermedios, capaz de frenar el poder discrecional de los gobiernos.
Es posible que la sabiduría de los ingleses haya logrado sintetizar estas dos visiones del mundo en una sola. Aun así, es lícito manifestar cierto escepticismo ante esta hermosa fantasía. Hay razones históricas que lo justifican, como la constitución misma de Gran Bretaña, en la que ha prevalecido una intrínseca tendencia aristocrática. A falta de eso, Gran Bretaña se convierte en un Estado tan socialista o más que el resto, como ocurrió entre el final de la Segunda Guerra y la llegada de Margaret Thatcher. Que una parte de las elites británicas encabecen ahora el movimiento antielites no es original: muchos grandes populistas, empezando por Julio César, descendiente de Venus, han sido grandes aristócratas.
Por otro lado, lo que impide a los gobiernos nacionales europeos lanzarse (aún más) por la senda del gasto desbocado y el intervencionismo no son sus “pueblos”, que tienden a pedir justamente eso, sino las elites de Bruselas. Con un número reducido de funcionarios (33.000) y un presupuesto pequeño (155.000 millones de euros) para 28 países y más de 500 millones de habitantes, este nido de “tecnócratas” conserva el poder suficiente para poner coto a los primeros. En Bruselas reside uno de los pocos contrapesos eficaces a la demagogia propia de nuestras democracias. Y es la garantía última de que no volveremos a las pasiones absorbentes y exclusivas a que nos invita la incandescente “Europa (auténtica) de los pueblos”.
Siempre será preferible la Europa abierta y sensata de los comerciantes y los burócratas: la Unión Europea.
La Razón, 05-07-16