Fascismo / antifascismo
“Fascista” pasó a ser un insulto ya en los años treinta del siglo pasado. Entre los primeros en preguntarse por el significado del término el escritor inglés está Orwell. Llegado a España para luchar contra el “fascismo”, como otros muchos jóvenes idealistas de la época, Orwell pronto comprendió que la Guerra Civil era un gigantesco campo de batalla propagandístico. El “fascismo” era uno de los elementos clave y a él le dedicó luego un texto famoso. Fascista, decía Orwell, había acabado siendo todo aquel que demostrara predisposiciones autoritarias, nacionalistas e incluso religiosas.
El término, uno de los que más éxito han tenido en el lenguaje político, responde a una realidad precisa, como es la fusión de dos corrientes. Una es el sindicalismo, un sindicalismo ajeno al marxismo, pero nada reformista y que aborrece el individualismo. El otro es el nacionalismo, surgido en los primeros años del siglo XX, que reivindica una nación exaltada porque reconciliada consigo misma. Los fascismos que empiezan a surgir entonces, en particular en Francia y en Italia, tienen en común varias cuestiones. Una es el odio al burgués y al filisteo. Otra, el desprecio a la democracia parlamentaria que consideran falsificadora, y la voluntad de superar conceptos como izquierda y derecha. Comparten también la prevalencia de la voluntad y el gusto por la violencia o la brutalidad, así como la apelación a un pueblo unido (como el ”fascio” de los romanos) al que da voz apasionada un caudillo, un héroe volcado en la misión de acabar con los regímenes liberales. El fascismo es por tanto un movimiento revolucionario, nada conservador, y volcado en la modernización como alternativa a las democracias liberales.
El fascismo, incluida su vertiente nazi, es hijo de la Primera Guerra Mundial y sería barrido, a su vez, por la Segunda, tras la derrota de Alemania e Italia. Desacreditado como modelo político, el fascismo siguió vivo gracias a la propaganda política comunista. Conocería así una muy larga existencia en función de los intereses de uno de sus adversarios, el totalitarismo comunista, aquel con el que siempre mantuvo una relación íntima hecha de ambiciones comunes y animadversiones compartidas.
Por eso el término “fascismo” tal como ha llegado hasta nosotros, debe más a la propaganda soviética que a su significado estricto. Incluso cuando se utiliza como una forma casi trivial de desacreditar una posición política cualquiera, la palabra está cargada de peso propagandístico. Como analizó Furet, el que mejor contó esta historia, en El pasado de una ilusión– los comunistas italianos fueron los primeros en poner en marcha la simplificación tras la toma del poder por Mussolini en 1922: la verdadera lucha política de la época estaba en la oposición del comunismo al fascismo, y todo lo demás –liberales, conservadores, católicos y socialistas- pasaban a un segundo plano o bien a engrosar las filas del “fascismo”, aunque fuera por defecto. Y es que, efectivamente, las democracias liberales tenían que acabar en el nuevo régimen.
La generalización borra lo que el fascismo tiene de original y permite anatemizar a todo aquel al que se aplique el adjetivo, en particular a los socialistas, que siempre fueron los enemigos de predilección de los comunistas. El término era demasiado bueno como para caer en una trivialización tan completa. Así es como en los años treinta, se lo apropia la propaganda soviética para convertirlo en sinónimo del pacifismo frente a la militarización de los países capitalistas bajo el fascismo. A partir de ahí, la Unión Soviética se convertirá en la antorcha de la paz en el mundo, con una máquina de propaganda extraordinaria que también conseguirá que la revolución quede del lado comunista (a estas alturas, estalinista) mientras que el fascismo sea identificado con la contrarrevolución. El eslogan de antifascismo tenía otra ventaja: suavizaba lo que el comunismo y la lucha de clases tenía de áspero y hacía más fácil la adhesión de los europeos.
Los Congresos internacionales y los Comités que reclutan a los sofisticados intelectuales europeos para algo tan inverosímil como la defensa de la Unión Soviética como encarnación de la libertad tuvieron en los Frentes Populares su versión política. Y esta vez el “antifascismo”, como también explicó Furet, se convierte en la punta de lanza de las fuerzas políticas democráticas contra el “fascismo”, como ocurre con la Segunda República, convertida en causa planetaria de la democracia… con un gobierno títere de Stalin al frente.
El antifascismo soviético conseguirá que se le perdone el pacto con Hitler de entre 1939 y 1941 y proclamará su triunfo al final de la guerra, cuando el “antifascismo”, después de la derrota y del descubrimiento de las atrocidades nazis, consiga un respaldo universal. Lo más paradójico vendría después, cuando el derrumbamiento del prestigio del comunismo en los años 70 pudo hacer pensar que la palabra desaparecería. No fue así. El comunismo dejó de tener el menor atractivo, pero los intelectuales de la nueva izquierda respetaron el tabú del comunismo y en vez de revisar el totalitarismo marxista, achacaron a las democracias liberales aquello mismo que no querían criticar en la agónica Unión Soviética. En consecuencia, “fascistas” serían ahora quienes hacían la crítica del comunismo y actuaban para contrarrestarlo o acabar con él: Reagan, Thatcher y a partir de ahí cualquiera que defendiera la democracia liberal, con independencia de su pensamiento. El antifascismo recuperaba su sentido, que nunca había perdido del todo, de defensa del socialismo real.
La crisis económica y la de la representación política han traído una ola populista ante la que la palabra “fascista” parece cobrar una nueva verosimilitud, por la naturaleza de los movimientos de regeneración que aspiran a democratizar la democracia liberal, como en su día el fascismo y el comunismo. Y volvemos a encontrar, ahora más descarnada que nunca, la paradoja de que muchos de quienes se proclaman “antifascistas” comparten con el fascismo algunos rasgos fundamentales, desde el caudillismo, la aversión al liberalismo y al parlamentarismo y la apelación al pueblo unido y nuevo. Los “antifa”, fenómeno europeo y norteamericano, nos devuelven por su parte a tiempos pretéritos, de defensa de una Unión Soviética fantasmal, una utopía que sobrevive en las fantasías de quienes se disponen a heredar las mayores riquezas de la historia. No parece que hayamos terminado con el “fascismo” y el “antifascismo”.
La Razón, 17-12-17