Final por escribir
Ni la política ni la historia son fáciles de entender, pero de los récords de dificultad en este campo, el inicio de la Primera Guerra Mundial aparece imbatido. Con el fondo de nihilismo y de crisis de la conciencia europea, las pulsiones nacionalistas, el revanchismo y las alianzas internacionales dibujan el escenario de una pura carnicería, sin el menor sentido, con cuyo recuerdo han intentado lidiar este fin de semana los actuales responsables políticos. Son los herederos de quienes protagonizaron la Primera Guerra y volvieron luego para hacer la segunda. Eso ha envuelto la conmemoración del armisticio en una atmósfera fantasmal, como si aquella generación sacrificada a un enigma no hubiera encontrado todavía el lugar donde descansar en paz.
Hoy no estamos, ni mucho menos, ante peligros como aquellos. La guerra, convertida en el siglo XX en una máquina de reventar y abrasar seres humanos por millones, ha dejado de ser la solución de nada. La atmósfera de la conmemoración, aun así, respondía a un estado de ánimo muy actual y propiamente europeo.
Por encima de nuestras cabezas salen volando, desde los centros de decisión política, grandes llamamientos a la Paz y a los Valores universales. Buena parte de los europeos creen que ellos son y representan la humanidad. Están convencidos de estar creando un mundo en el que ya no son necesarias las fronteras, ni la conciencia de los límites, ni nada que no sea una lealtad abstracta a un concepto de ciudadanía despojado de cualquier materialidad concreta.
Por debajo, sin embargo, corren, y con qué ímpetu, aguas muy turbias donde las fronteras son el hecho fundamental de la realidad política, donde se cultiva el miedo y el desprecio a quienes no son como uno mismo y donde se escenifica la nostalgia de un mundo ideal que nunca existió. A veces se diría que la democracia liberal, menos ambiciosa y, por naturaleza, menos apasionada, va a tener que elegir entre los dos. No podrá hacerlo y correremos la misma suerte que ella.
La Razón, 13-11-18