Gobernantes… a medias
En la extrema dificultad que Grande Marlaska ha encontrado para defender su posición tras el cese del coronel Pérez de los Cobos hay algo significativo, que atañe al núcleo mismo de la posición política de este Gobierno. No es el primero de los ministros en dificultades, aunque otros han reaccionado de forma más clásica: Ábalos, como un tanque sindicalista de la antigua escuela, y Lastra con su sectarismo alucinado y gélido. Marlaska, en cambio, se ha mostrado dubitativo, tan inseguro ante las enormes mentiras que tenía que hacer suyas que por momentos parecía que temblaba, como si estuviera a punto de echarse a llorar. (Habrá que ver quién ordenó llamar al coronel). El papel de cínico despechado adoptado en el Congreso, después del espectáculo de los 247 millones de euros para un ejercicio inédito de corrupción, no arregló el asunto.
Marlaska no es un recién llegado a la vida pública. Tampoco es, como él mismo dijo ayer, un socialista, aunque casi en la misma frase manifestara su orgullo por pertenecer a un Gobierno progresista. Quizá es a partir de ahí desde donde se pueden empezar a aclarar algunas cosas. Tampoco el Gobierno al que pertenece Marlaska es un gobierno plenamente socialista. Hay socialistas de la antigua escuela, como los ya citados, y el marchamo es el del PSOE. Pero al margen de la coalición con los de Pablo Iglesias (y este nombre no es del todo inocuo en este contexto) la marca se exhibe de forma exagerada, sobreactuada, como si los propios miembros del Gobierno, en este caso Marlaska pero también, aunque no del mismo modo, Sánchez e Iglesias, no acabaran de encajar con el papel institucional y político que desempeñan.
Al espectador le queda la sensación de que están actuando como ministros, o como vicepresidentes o como Presidente… sin creérselo del todo. Y es tan inestable, tan artificial la situación en la que se encuentran, que sus principales recursos son las medias verdades, la mentira y el autoritarismo, nada fáciles de gestionar, por otro lado. Estamos gobernados por políticos profesionales –de eso no hay la menor duda- pero que no dejan de ser aficionados que desconocen la naturaleza de la representación que han asumido. La transforman hasta hacerla irreconocible, como si quisieran encarnar algo que va más allá de las posibilidades del marco constitucional: el Pueblo, la Revolución, el Caudillo. Una especie de remake paródico de una sempiterna transición a la Democracia auténtica.
La Razón, 28-05-20