Jacques Chirac. El último grande antes del populismo
De Jacques Chirac, presidente de la Quinta República Francesa entre 1995 y 2007, queda el recuerdo, bien asentado en la memoria de los franceses, de un presidente perezoso, pragmático hasta lo oportunista o la falta de escrúpulos, por no decir la traición, fiel a una frase de un político de su región, la Corrèze, en el centro de Francia, según el cual “no hay problema que resista a la falta de solución”.
Es un recuerdo un poco engañoso. Chirac se enfrentó a la tarea de continuar y renovar el legado del centro derecha francés después de los años devastadores de Mitterrand, el gran cínico con el que Francia inició su actual decadencia. Lo hizo anclando la herencia de De Gaulle en la derecha, pero sin renunciar a un centrismo de raíz popular que le llevaba a alejarse de cualquier a priori ideológico. En 1976, fundó el RPR (Rassemblement pour la République), como un instrumento político personal y como un lugar de encuentro para las muy diversas sensibilidades de la derecha francesa. Luego, en 2002, volvió a reunir a la derecha y al centro francés en la UMP (Unión para la Mayoría Presidencial, luego Unión para un Movimiento Popular). Desde esta perspectiva, Chirac fue el eje del centro derecha francés durante tres décadas y resulta difícil minusvalorar su relevancia en la política francesa moderna.
En un tiempo en el que Aznar reformaba España desde un partido sólidamente centrista y Blair centraba el laborismo inglés, Chirac se esforzó por poner en marcha reformas sociales y económicas de sentido liberal. Pocas tuvieron éxito, en particular aquellas referidas a las pensiones y la Seguridad Social, aunque durante sus dos mandatos se redujeron el paro y los impuestos. Mejor le salieron las grandes reformas institucionales, como el final del ejército nacional –gran símbolo de la República Francesa-, y la reducción del mandato presidencial de siete a cinco años.
El legado de Chirac resulta complicado de evaluar por haber tenido que gobernar entre 1997 y 2002 con un Primer Ministro socialista, después de haberse encontrado en la misma posición con Mitterrand en el Elíseo entre 1986 y 1988. En su caso, la cohabitación con el socialista Lionel Jospin llegó tras el monumental error estratégico de convocar elecciones anticipadas para revalidar la mayoría de centro derecha en la Asamblea Nacional. Otra de sus grandes equivocaciones fue el referéndum sobre la futura Constitución europea. Aquel fracaso demostró que Chirac ya no conectaba con el “pueblo” francés y su tradicional “sentido común”, que empezaba a virar hacia el nacionalismo cerrado del Frente Nacional.
Intentó compensar estos fracasos con una política internacional diseñada para una Francia de otros tiempos y una Presidencia más caudillista de lo que le correspondía a él mismo. La Francia de Chirac se volcó con los países árabes e intentó proponerse como una alternativa a Estados Unidos y a la gran alianza atlántica. Recobró cierto prestigio con su negativa a apoyar la Guerra de Irak en 2003, pero lo perdió con su desprecio hacia la nueva Unión Europea surgida después del colapso del comunismo. Siempre desconfió de España, a la que le habría gustado ver en posición subordinada. A eso quedaba supeditada la relación con España, en particular con el asunto de ETA. De ahí su difícil relación con Aznar, su obsesión con Marruecos y su simpatía por los socialistas españoles. Quedan también los numerosos casos de corrupción en los que se vio envuelto, que los franceses tratan con más distancia que los españoles de estos últimos años.
Hombre vitalista hasta la extenuación de sus acompañantes, culto, amante de la cultura japonesa y conocedor del arte chino y del arte primitivo, fue, seguramente, el último político europeo que encarnó las virtudes y los defectos de su nación. Y los franceses se lo supieron reconocer.
La Razón, 26-09-19
Foto: Jacques Chirac con Nicolas Sarkozy