La peste

En La peste, la novela de Albert Camus, el protagonista sugiere a un amigo cómo intenta luchar contra la epidemia. Con honradez, dice, y seguro que los que han participado en el dispositivo de control del ébola, y en particular los que se han visto afectados por la enfermedad o por el contacto con un paciente, habrán pensado algo parecido.

 

Lo que Camus cuenta en su novela es la epidemia que sufre Orán, su ciudad, que fue también la ciudad de tantos españoles. La peste puede ser entendida como una metáfora y la novela como una fábula sobre cómo los seres humanos intentamos enfrentarnos a algo que está, o que parece estar, más allá de nuestras fuerzas. Y como a La peste no le falta ironía, bien podemos aplicar la imagen al último grito en tendencias políticas en nuestro país: el populismo, el populismo como epidemia. No falta nada, ni las ratas, ni el virus, ni las víctimas, ni el pánico, ni la histeria, ni siquiera la sensación de alivio y en muchos casos de revancha. Una revancha abstracta y despersonalizada, hasta el punto de que parece que estamos dispuestos a jugarnos la propia salud con tal de que la peste se lleve por delante a aquellos a los que ahora odiamos por haber confiado en ellos hasta hace bien poco tiempo –por no decir que eran del propio partido.

Ante todo esto, deberíamos pararnos a pensar un poco. La economía de nuestro país está en recuperación: ¿de verdad vale la pena poner en peligro esta por el placer de ver cómo la peste nos castiga con su furor igualitario? La cuestión nacional está en un momento grave, pero esto es la consecuencia lógica de lo que se ha dejado hacer, cuando no se ha aplaudido, desde hace más de cincuenta años. Querer construir una democracia sin nación (sin nación española, se entiende) tiene costes que en algún momento había que asumir. En eso estamos. Y en cuanto a la corrupción, la realidad es que es ahora, en este mismo momento, es cuando se ha empezado a cambiar la situación. Hay mucho por hacer, y sin duda tenía que haberse hecho antes. Ocurre sin embargo que nadie, tampoco los políticos, suele emprender cambios sino cuando son necesarios: en período de crisis, por tanto. La honradez consiste aquí, en buena medida, en no ceder a la histeria ni al griterío de los histéricos. Lo contrario de la honradez, añadiría el personaje de Camus, suele ser la estupidez.

La Razón, 04-11-14