La presencia de Dios
Tras enterarse de la muerte del Bautista, Jesús marcha a un lugar desierto. Su soledad voluntaria se ve interrumpida por una multitud que le sigue, atraída por sus milagros
Después de hacer hablar a los mudos, sanar a los lisiados y andar a los tullidos, Jesús se compadece de todos ellos, que no tienen qué comer para volver a sus casas, y multiplica siete panes y siete peces con los que comieron cuatro mil hombres, «sin contar mujeres y niños» (Mt 13, 13-21). Más tarde, cerca del mar de Galilea, Jesús subió a un monte y allí se repitió la escena, esta vez, según san Mateo, con «siete panes y algunos peces» (Mt 15, 32-39). El milagro recuerda otro que realizó el profeta Elías con una viuda, durante una terrible sequía y para la que el Señor, por intermedio de su profeta, hizo el milagro de que no se agotara, hasta que volvió la lluvia, el puñado de harina y el poco de aceite que tenía la mujer (1 Reyes 17, 7-16). Como ocurre luego en el nuevo Testamento, el milagro vuelve poco después, protagonizado esta vez por Eliseo, discípulo de Elías, que beneficia esta vez a una viuda a la que solo queda para vivir el aceite de una alcuza (2 Reyes 4, 1-7) y poco después multiplica veinte panes de cebada para dar de comer a una multitud (2 Reyes 4, 42-44).
Los milagros de Jesús hacen eco al milagro de los dos profetas, al igual que lo hace su repetición: Jesús se inscribe así en la tradición profética judía, y, como en el libro de los Reyes y para dejar las cosas bien claras, por dos veces. También Jesús es intermediario entre el Señor y los desvalidos, pero su naturaleza ya no es la de un profeta. Es la del Dios vivo que padece los sufrimientos de sus semejantes porque se ha hecho hombre y vive con ellos. El cambio es fundamental y señala una relación nueva del ser humano con Dios. Después del sacrificio, la resurrección y la ascensión del Señor, la distancia entre Dios y la humanidad se habrá hecho mayor que antes y ya no habrá más profetas ni más dones como el del humilde banquete divino que reciben las multitudes desvalidas. Dios, en cierto modo, ya no estará más entre nosotros, por lo menos hasta el fin de los tiempos.
Al mismo tiempo, sin embargo, los milagros de la multiplicación de los panes crean una realidad distinta, presente para siempre y testimonio vivo de la inagotable misericordia y compasión del Señor, que ha creado una humanidad nueva y sagrada porque ha sido sanada, y santificada, por la obra de Dios. Ese es el hecho que celebramos con la Pascua de la Natividad. Y vuelve ahora en una sociedad convencida de haber alcanzado un grado tal de autonomía sobre sus actos y su destino que por fin se ha emancipado de la presencia del Señor y no necesita ya de su ayuda. Y sin embargo, el Señor sigue ofreciendo su misericordia a los muchos a los que angustia esa supuesta liberación: la misma humanidad desvalida que él creó, según atestiguan las Sagradas Escrituras.
La Razón, 27-12-21