La utopía nacionalista
Desde Bruselas, el ex presidente catalán en el exilio ha calificado a la Unión Europea de “club de países decadentes” y ha propuesto que en la próxima República, los catalanes decidan si quieren entrar en él. Es el último de una larga serie de gestos y declaraciones que han ido revelando, en muy poco tiempo, la naturaleza del nacionalismo catalán.
El referéndum del 1-O demostró que el nacionalismo en Cataluña no es un movimiento nacional y popular, sino una ideología –importante, sin duda- con fines propios y específicos, y limitada a unos sectores sociales bien delimitados. El pueblo catalán sigue sin existir. Elemento fundamental de esta ideología, en buena medida de clase, es el sentimiento de superioridad, lo que ahora se llama supremacismo. En el 1-O, llevó a ignorar a todo aquel que no respaldara lo que iba a ser el acto fundacional del nuevo sujeto soberano: así lo demuestra el desprecio de las exigencias legales.
La incapacidad de comprender el sentido de la fuga empresarial indica el designio destructivo, y suicida, del nacionalismo catalán, algo que comparte con cualquier nacionalismo. El apoyo de parte del clero catalán y personajes como Gabriel Rufián, por su parte, apuntan otra característica. Es su trasfondo carlista, un elemento irrenunciable que estaba ahí antes del nacionalismo y se fundió con él. Y está también el fondo radical pequeño burgués, republicano y en muchas ocasiones católico, de los miembros de ERC.
Algo parecido revelan, desde otra perspectiva, las declaraciones de Puigdemont sobre los decadentes y filisteos países del club de la Unión Europea. Se puede hablar de “populismo”, sin duda, porque el contenido coincide con las propuestas de buena parte de los movimientos populistas surgidos en la Unión, desde Nigel Farage a Le Pen. Sin embargo, también revelan algo original. Los demás populismos se esfuerzan por integrar al menos algunos signos de modernidad, y el nacionalismo catalán siempre nos ha dado lecciones a los demás españoles, como si fuera de las pocas vías que teníamos disponibles para salir de nuestro atraso inmemorial. Pues bien, ahora resulta que ese mismo nacionalismo catalán civilizador y modernizador, el mismo que se había echado a las espaldas una empresa casi imposible, acreedora de los más rendidos agradecimientos de los españoles, ha soñado siempre con una sociedad ensimismada, encerrada en sí misma, ajena a la realidad moderna. Así es como hemos comprobado que la república catalana es una utopía sumamente indigesta.
La Razón, 28-11-17