Montserrat Caballé y España
Montserrat Caballé era la voz con la que soñaron Donizetti, Bellini y Richard Strauss. Nadie como ella alcanzó nunca tal perfección, tanta belleza en la expresión cantada. Perteneció además a una generación de cantantes españoles que en los años 50, 60 y 70 renovaron y llevaron el arte de la ópera a una altura difícil de imaginar hoy. Se habla de milagro, aunque tal vez ocurrió que en nuestro país se había conservado una tradición belcantista perdida en otros lugares. Además, la zarzuela aportaba una frescura, una elegancia y un punto de descaro que contribuye a afinar la expresividad y a hacerla más humana.
En el caso de Montserrat Caballé, este último factor debió de contar menos que en otros. De Caballé se conservan algunas grabaciones memorables de música española, como las canciones de Granados, las de Toldrá y las de Montsalvatge, algunas romanzas de zarzuela –y algunas completas, como la preciosa La Villana, de Vives, también paisano suyo- y otra memorable de La Atlántida, con Teresa Berganza, que le permitió unir la evocación lírica de su patria chica, Cataluña, con la dimensión épica y trágica de lo español tal como lo habían imaginado el genio de Falla y el de Verdaguer. Aun así, la voz de Montserrat Caballé la situaba en un espacio que iba más allá de la zarzuela y de la canción española. Lo suyo era la ópera.
Es ese desbordamiento natural de los límites de una tradición el que tiñe de un especial color español su acercamiento al arte operístico. Propio de Montserrat Caballé era la amplitud, la generosidad, el horizonte abierto a la exploración de todo lo que la voz puede encarnar de absolutamente humano: un mundo sin límites, en el que la seriedad total de Verdi se codeaba con la vitalidad de Rossini y la divina inteligencia de Mozart, que también cantó, y muy bien.
Un talento y una sensibilidad como estos convirtieron a Montserrat Caballé en la mejor embajadora de su país. En el punto más universal, más ajeno a cualquier tipismo o a cualquier folklore, todo quedaba inundado de una luz y un color que remitía a la atmósfera de su patria, a una cierta naturalidad de fondo inequívocamente hispánico.
Por eso Montserrat Caballé estaba destinada a chocar con el nacionalismo que se ha adueñado de parte de su tierra. La gran artista no comprendía que se pudiera encerrar el espíritu, en particular el espíritu del canto, que es lo más individual y lo más universal del ser humano, en esa estrecha y mezquina falsificación, entre ideológica y sensiblera, que es la propia del nacionalismo. Se sentía profundamente catalana y sabía que la voz sale siempre de lo más material, de aquello que más imbricado está en la intimidad y en el cuerpo de un ser humano, y por tanto de aquello que le une a las primeras sensaciones que recibe del mundo. En su caso, de su Barcelona natal.
El nacionalismo habría dado cualquier cosa para hacerse con una figura como ella, por su proyección global, pero también por la capacidad que tiene la voz para suscitar emociones que busca manipular en su provecho. Caballé comprendió siempre que aquello no tenía nada que ver con ella ni con su arte. Lo catalán y lo español eran para ella la raíz viva de una forma de ser que no podía quedar reducida a una coartada partidista. El nacionalismo, que aspira a revelar la autenticidad por debajo de las falsificaciones, se revela al fin una impostura que habría acabado usurpando y esterilizando la raíz misma de su arte. De ahí también su opción por España, incluida Cataluña, claro está. España no le cercenaba el espíritu, tampoco las emociones, ni le obligaba a adoptar una posición falsa.
Hay en la actitud de Montserrat Caballé todo un ejemplo de honradez y de inteligencia. También de valentía, rara en años anteriores, cuando el nacionalismo era considerado el no va más del progresismo y la modernidad. Por eso el ejemplo de Montserrat Caballé, artista cosmopolita donde las haya, nos seguirá maravillando siempre.
La Razón, 07-10-18