Odio a las clases medias
Entre las muchas frases memorables de la ministra de Hacienda –seguro que por eso es también portavoz del Gobierno- está la de que “la pandemia no entiende de virus”. Es posible que quisiera decir que la pandemia no entiende de fronteras, aunque entonces no se comprende por qué nuestros progresistas están empeñados en cerrar las fronteras nacionales a cal y canto. O quizás hablaba de clases sociales, algo que parece poco acorde con su presumible, aunque no del todo segura, mentalidad socialista. Y es que si la pandemia no entiende de fronteras, de clases ni de virus, los progresistas sí saben quién merece ser castigado. Castigo económico, fiscal, moral y llegado el caso personal. Son todos aquellos que han ido consolidando una posición social que a veces ni siquiera se puede llamar holgada, pero que les ha permitido criar y educar por sí mismos a sus hijos, atender a las necesidades de sus mayores y tomar decisiones autónomas sobre su propia vida.
Ahí está lo imperdonable. Consiste en no depender del todo del Estado, un Estado que financian con sus impuestos -como no lo hacen quienes tienen ingresos inferiores- y cuyas reglas e instituciones respetan y reconocen como necesarias, casi sagradas. Al Gobierno social peronista se le llena la boca con las políticas de igualdad: más fiscalidad para los “ricos” y más recursos para los “pobres”. En realidad, el objetivo es acabar en la medida de lo posible con ese margen de autonomía que han conseguido, con sus propios medios, quienes conforman las clases medias.
Llegar a apreciar esa autonomía en lo que vale no resulta sencillo. Hace falta haber asimilado y cultivar virtudes como el amor a lo propio, el gusto por el trabajo –y por el trabajo bien hecho-, la conciencia de hasta qué punto dependemos de los demás, el apego al ahorro, cierta disposición a la independencia de criterio y al espíritu crítico. La expresión política de esta forma de ser no acaba de cuajar ni en el populismo, de fondo demasiado antiliberal, ni en el tecnocratismo, cínico y elitista, pero también mezquino, sin el amor a la grandeza propio de la antigua aristocracia. Hará falta imaginación, y ambición auténtica, para inventar un nuevo cauce político para unas clases medias que se saben el tronco mismo de la sociedad española pero también el objeto de un ataque, y un odio, sin cuartel.
La Razón, 14-05-20