Quedada en el Congreso
En un régimen presidencialista, como Estados Unidos o la República Francesa, el gobierno depende de la confianza del jefe del Estado. Este tiene una legitimidad democrática propia, al ser elegido de forma diferente a como es elegido el Parlamento. En un régimen parlamentario, en cambio, el Gobierno, que es elegido por el Parlamento (en nuestro caso las Cortes y más concretamente el Congreso de los Diputados), depende de él. En términos políticos, y lógicos, resulta inconcebible una diferencia seria entre el poder legislativo y el poder ejecutivo. De ocurrir esta, el gobierno cesa en sus funciones hasta que el Parlamento haya respaldado a uno nuevo.
Es cierto, por otro lado, que en una democracia liberal, ya sea presidencialista o parlamentaria, el gobierno debe someterse al control de la cámara de representación, pero este principio básico no excluye lo anterior. En circunstancias excepcionales, como las que estamos viviendo hoy en nuestro país, se espera de los representantes del ejecutivo y del legislativo que encuentren la forma de compaginar los dos principios. Insistir, como están insistiendo algunas fuerzas parlamentarias y en su nombre el presidente del Congreso, en la necesidad de un control sin paliativos del gobierno, como si el actual gobierno en funciones hubiera sido votado por el actual Parlamento, traduce una muy desdichada voluntad de provocar una crisis institucional… sin solución posible. Una votación en contra, efectivamente, deslegitimaría al Gobierno sin que, por otro lado, hubiera manera de formar otro, porque esa es la raíz última del problema.
La sensación de que se quiere utilizar las instituciones para fines distintos de aquellos para los que fueron concebidas, y para los que no están preparadas, viene intensificada por la tentación de convertir el Congreso de los Diputados en un foro de propuestas inaplicables, como en una quedada de adolescentes granujientos sin otra cosa que hacer. Así como el control del gobierno sin medir las consecuencias resultará destructivo para las instituciones, convertir el Congreso en un foro de debate propagandístico lleva a su descrédito y al de los partidos que patrocinan estos espectáculos (que ya hemos nido la ocasión de presenciar, sobre la unidad de España, ni más menos…).
Ninguna Constitución prevé todas las circunstancias posibles de la vida política, y es lógico –y positivo- que haya discrepancias. Que la clase dirigente muestre tal empeño destructivo, y tal falta de sentido del ridículo es algo muy distinto.
La Razón, 01-04-16