El relato y la verdad
En su extraordinario artículo del pasado domingo en La Razón, el gran J. M. Zuloaga recordaba cómo su trabajo de periodista de investigación (sí…) sobre ETA para ABC y luego para La Razón acabó convirtiéndose, de forma involuntaria, en una manera de luchar contra la banda terrorista. Eran los años “de plomo”, cuando la sociedad española parecía indiferente a los crímenes etarras. Por fortuna, hoy la situación es muy distinta. Ha llegado el final de ETA, aunque sea por partes y con escenificaciones al gusto de los criminales. De hecho, este final, problemático como es, sólo resulta comprensible en virtud de las complejidades y las contradicciones de la sociedad española de los últimos cincuenta años.
Para empezar, y aunque el nacionalismo vasco esté en trance de reconvertirse en un casi rabiosamente moderno neo foralismo, ni se entiende ETA sin el nacionalismo vasco, ni el nacionalismo vasco se entiende sin ETA. La relación de la ETA con la izquierda española no ha sido tampoco sencilla, como lo demostraron en su momento los socialistas y hoy, además de algunos socialistas, la marea podemita. Y de telón de fondo, está algo aún más complicado, como es la obcecación de las elites españolas por negar la existencia de su propia nación, herencia no resuelta de las crisis de hace un siglo y de los nacional-regeneracionismos surgidos entonces, incluido el español.
Se entiende la indignación de las víctimas y de quienes se sienten humillados por algo que reanuda con el silencio cómplice de los años de plomo. No es otra cosa que el miserable relato, como se dice, que convierte lo ocurrido en un enfrentamiento entre dos bandos legítimos, ética y políticamente. Así se llega a la necesidad de construir un relato alternativo en el que se retoman los términos bélicos: derrota, vencedores, vencidos, etc.
Tal vez lo mejor sería contar las cosas que ocurrieron, como ha hecho, entre otros, J. M. Zuloaga. Y, sin necesidad de forzar los plazos para exigir perdones y arrepentimientos imposibles, y apartando la tentación de detener el tiempo en el momento de los crímenes, esperar a que se construyan los marcos cívicos y políticos sin los cuales la verdad no tendrá efecto alguno. No hay nación sin perdón, pero tampoco hay perdón sin nación, sin comunidad cívica. Eso es responsabilidad de todos los partidos, en particular de los nacionales.
La Razón, 11-04-17