Vox. La nueva posición
La ruptura perfecta y violentamente escenificada por Casado entre Vox y el PP aclara muchas cosas. Entre ellas, no es la menos importante el haber convertido a Vox, en unos minutos, en un partido de gobierno. No parece verosímil que esto produzca demasiado vértigo en el partido populista, pero debería hacerlo, por lo menos en parte. Ahora hay que asumir las responsabilidades que desde ahora recaen sobre él.
El pretexto para la ruptura ha sido la cuestión europea. Vox apuntó aquí a uno de los muy escasos elementos de consenso que sobreviven al naufragio de las dos crisis y el actual fracaso, la regeneración y la nueva política. Y el asunto era demasiado enorme como para que el PP lo dejara pasar. Incluso sin recibir presiones por parte de ningún sector de la UE, Casado y los populares no podían alinearse con lo dicho por Abascal, que acaba con el famoso acuerdo basado en la fórmula orteguiana de que “España es el problema y Europa la solución”.
No sabremos nunca lo que habría ocurrido de no haber hecho Abascal las comparaciones que hizo, y de haber evitado las referencias a las andanzas de Soros –indescifrables para la inmensa mayoría y también para una parte de la minoría. El tono de Abascal en su réplica a Casado da a entender que no fue una provocación premeditada.
Sea lo que sea, ahora Vox está situado en un lugar distinto: en abierta competencia con el PP y, por tanto, en abierta competencia por gobernar. Algunos instrumentos –las redes sociales, los chistes, las bromas, los desahogos- seguirán teniendo un cierto grado de utilidad, pero cobran una nueva dimensión, muy distinta de la que tenían. Ya no sirve hablar sólo al núcleo duro, ni a los propios votantes.
Y en la cuestión europea, que resulta crucial, la posición tendrá que ser sometida a una reflexión de fondo que tenga en cuenta factores diversos. En primer lugar, el PP se ha apoyado, para su emancipación de Vox, en el europeísmo tradicional de la sociedad española. Pensar que este ha desaparecido o que está en trance de desaparecer resulta poco realista, sobre todo en las actuales circunstancias. Puede que ya no haya tantos euroentusiastas como antes, pero estamos muy lejos de la generalización de cualquier posición antieuropeísta. En particular, el europeísmo de los españoles lo intensifica la conciencia de irresponsabilidad y la inutilidad de sus gobernantes. Sin la Unión Europea, los españoles están seguros que se encontrarían ya en la situación de Venezuela o de Argentina. Llegar al poder requiere comprender el significado de esta convicción, que no es una superstición antiespañola.
La formación de una nueva posición ante la Unión Europea requiere por tanto mucho trabajo. Y no tiene nada que ver con la absurda equiparación de la UE con un régimen totalitario. (De fondo, hay otra reflexión, tan importante o más aún por hacer, sobre qué es eso del totalitarismo en las democracias en las que vivimos, más allá del uso del término para fines polémicos y propagandísticos.)
Tiene que ver, en cambio, con la redefinición de la idea de nación, habiendo entrado ya en una sociedad en buena parte postnacional; con el concepto de soberanía y la reflexión de hasta qué punto la desaparición de la nación es compatible con el mantenimiento de las democracias liberales; con el lugar que ocupa la identidad en la política hoy en día; con la gobernabilidad y la sostenibilidad de sociedades que están convencidas de haber perdido el control de su propio destino; con la opción de una Europa de naciones ante otra postnacional o, finalmente, con la relación entre lo postnacional y el nacionalismo, que se alimentan uno a otro como ya sabíamos en España y empiezan a saber en el resto de la UE.
Nada de todo eso está alejado del debate sobre el crecimiento económico y, más profundamente aún, con la catastrófica gestión de la pandemia, extendida por muchos de los países occidentales. Al contrario.
Libertad Digital, 22-10-20