Vuelta atrás
La reunión de Joaquim (“Quim”) Torra y Pedro Sánchez tiene un precedente –muy remoto y no del todo equiparable, claro está- en las negociaciones que terminaron con el anuncio por ETA de su renuncia a la violencia. Se parecen en la decisión del PSOE de convertir un asunto de Estado –del asunto de Estado por excelencia, habría que decir- en otro partidista, destinado a minar la posición del Partido Popular, primer partido nacional. Y también lo recuerda en el intento de elaborar un “relato”, pura propaganda política, destinado a escenificar un reencuentro y una nueva salida.
Los dos presidentes cuentan con el hastío de una parte de la opinión pública –española- y con el hecho evidente del final del “procés”, que llegó en el momento mismo en el que los separatistas aceptaron participar en las elecciones autonómicas. De ahí hasta ahora lo que ha habido ha sido ruido gesticulación, y mucha gente pensará que Sánchez hace bien en ofrecerle una salida, o una pista de aterrizaje al independentismo. Conviene, sin duda, empezar a hablar de otras cosas que no sea la imposible independencia de Cataluña. No de este modo, sin embargo.
A partir de aquí los interlocutores fingirán creer lo que dicen e iniciarán un diálogo cuyos presupuestos y cuyos objetivos, entre los cuales está la continuación del proceso de construcción nacional de Cataluña, dejarán de poder ser enunciados. De hecho, expresarlos será contribuir a impedir el diálogo y manifestar una oposición, boicotear el camino hacia el entendimiento.
No se puede volver atrás, sin embargo, ni dar por no ocurrido lo que ha pasado estos años, desde 2012. Ni la sociedad catalana ni el conjunto de la sociedad española están ya en aquel punto, cuando el nacionalismo era una fuerza vertebradora de España. Y no porque no haya que explorar nuevas vías, que sí que hay que hacerlo, sino porque había que haberlo hecho desde lo ya conseguido, que era el pacto de tres de los cuatro partidos nacionales. Esta seguirá siendo la única base posible de una solución y dinamitarla, un ejercicio de suprema irresponsabilidad.
La Razón, 10-07-18