Conversación sobre «La velada del Pardo», por José María Sánchez Galera
El Debate, 05-05-24
¿Franco y Azaña eran polos opuestos, o tenían algo en común? Para responder a esta pregunta, el profesor José María Marco los ha comparado en un libro recién salido de imprenta: La velada del Pardo: Franco y Azaña (Monóculo). Este libro comienza poniendo a ambos jefes de Estado en diálogo y continúa dando fuerte protagonismo a un paraje por el que ambos sentían pasión y en el que habitaron como su hogar: El Pardo. «El Pardo posee una carga enorme por ser uno de los palacios más importantes de los Reales Sitios», dice Marco. Y prosigue: «La dictadura de Franco se identifica con El Pardo, pero a Azaña le gustaba muchísimo El Pardo; es un lugar de predilección, de retiro». Según sus propias palabras, fue «un lugar importante y simbólico» en el que vivieron dos personas que «representaban dos formas de ver la política y la vida española». Dos maneras diferentes que, en una España muy distinta de la actual, acabaron de manera trágica. Trágica también para familiares y allegados tanto de Franco como de Azaña.
– ¿Este libro puede ser una especie de hermanamiento de las dos Españas?
– Lo de las dos Españas siempre me pareció una mistificación muy poco útil para comprender la historia de España, para comprendernos a nosotros mismos. Porque todos los países tienen dos naciones: Estados Unidos, Francia, Italia, Gran Bretaña… España no iba a ser una excepción. También tenemos dos Españas. La realidad de que Franco y Azaña tenían muchas cosas en común, más aún que El Pardo, que ya es bastante. La gente considera casi inconcebible que los dos personajes tuvieran contactos, pero ambos mantuvieron contacto durante la República, y durante la guerra estoy seguro de que mantienen un contacto abstracto porque Azaña sigue pensando en Franco, y Franco en Azaña. Tienen vidas que, sin ser exactamente iguales, se parecen de alguna manera.
– ¿El Pardo habla de cómo entendía Franco la jefatura del Estado?
– El Pardo se corresponde muy bien a la personalidad de Franco. Es muy práctico, está muy cerca de Madrid. Es un retiro que permite quitarse de encima la presión de la jefatura del Estado. Franco da mucha importancia a la representación del Estado. Igual que Azaña. El Pardo ofrece el lado de la representación y ofrece el lado de la intimidad, del retiro. Y eso a los dos les gusta mucho, tanto Azaña como a Franco. Y luego está la naturaleza, los árboles, que es una cuestión importante para ambos.
– ¿Franco hereda de Azaña un concepto de jefatura de Estado diferente del que tenía el rey Alfonso XIII?
– Sí, y particularmente en lo relativo al Patrimonio Nacional. Una de las aportaciones que quedan del legado de Azaña, aparte de la cuestión de las autonomías, es el Patrimonio del Estado. Es Azaña el que declara Patrimonio Nacional el Patrimonio Real, aunque no es una novedad absoluta, porque ya desde los doctrinarios del liberalismo se postula que el rey es el usufructuario de unos bienes de los que no puede disponer, aunque le pertenecen. Azaña da un paso más allá, porque en 1931 ve cómo el patrimonio de la Corona puede quedar desmantelado, como de hecho empezó a suceder con el Real Alcázar de Sevilla, que se desgaja del Patrimonio Real, porque no era todavía Nacional en esos primeros días de la República. A Azaña esto no le gusta absolutamente nada, e inicia el trámite para hacer que el Patrimonio Real sea Patrimonio Nacional. Y Franco lo continúa, sin apenas cambios, con alguna rectificación. Azaña y Franco comparten el concepto de Patrimonio Nacional y una fuerte conciencia del sentido de la representación del Estado.
– ¿Cómo fue la actitud institucional de Franco durante la República, hasta julio de 1936?
– Durante la República, Franco acata la legalidad republicana, aunque no está de acuerdo con muchas cosas. No hay constancia de que se sumara a ningún movimiento de sublevación, ni conspiración hasta 1936. Franco representa una actitud de militar dispuesto a ser leal con la República, con reticencias. Azaña representa una República que acaba provocando una situación en la que gente como Franco se cree legitimada para sublevarse contra el régimen. Azaña es un presidente de gobierno y un ministro de la Guerra que quiere transformar muy profundamente la sociedad española, sin contar con el respaldo de toda la sociedad española, de una forma que no es respetuosa con las creencias, inercias, tradiciones de la sociedad española. Franco es un general que convive con el régimen hasta el momento en el que ya es imposible. La República es un régimen que podía haber sobrevivido, si no hubiera sido tan drástica, tan radical, tan intransigente.
– ¿Azaña tenía de sí mismo una opinión demasiado positiva?
– Es muy complicado, porque, por una parte, sí tiene un concepto excesivamente bueno de sí mismo, que se manifiesta, sobre todo, en el desprecio hacia los demás. Pero esa aparente buena manera de verse a sí mismo disimula una enorme inseguridad. No tiene claras muchas cosas; le gusta exponerse y al mismo tiempo no exponerse. Es un personaje muy volcado en sí mismo, muy introvertido. No es solo vanidad; hay más cosas ahí funcionando.
– ¿Azaña y Franco estaban de acuerdo en la necesidad de modernizar el Ejército?
– En ese momento, absolutamente todo el mundo pensaba que había que modernizar el Ejército. No hay ningún militar —tenga la perspectiva política que tenga; había gente más conservadora, más reaccionaria, más demócrata, más liberal, más republicana, menos republicana— que discuta la necesidad de modernizar el Ejército. La empresa de Azaña tiene una lógica indiscutible. Ese es un ejército que gasta mucho, que tiene un exceso de oficiales. La Península no está bien defendida. El plan de Azaña lo defendió el propio Franco, porque consideraba que la ley de retiros no era tan mala como se decía, pero el problema está en que Azaña ideologiza la reforma y la plantea como una especie de ensayo de republicanización del Ejército, y es ahí donde las cosas fallan. Además, hay frases hirientes, como la de «voy a triturar los cuerpos que se me oponen». Y luego está una cuestión crucial para Franco y para muchos, que es la rectificación de los ascensos por méritos de guerra [en África], que para Franco y para muchos oficiales fue un golpe muy duro. Es de esas veces en que los regímenes políticos hacen justicia retrospectiva, y no se hace justicia. Por otro lado, Azaña habla mucho de democracia, pero elabora la reforma en un momento en el que no hay oposición y lo hace sin diálogo. No queda constancia de ningún acta de debate con el propio Ejército.
– Usted señala en el libro que, cuando hay cambio de gobierno y hay mayoría parlamentaria de la CEDA, el centro-derecha acepta la situación heredada y opta por la «gestión». ¿Igual que sucede hoy?
– El centro-derecha no intentará rehacer esa legislación sobre nuevas bases. Es una pena, porque habría podido servir para que la sociedad española fuera aprendiendo en qué consiste la democracia. Pero la ideologización de la izquierda es demasiado brutal. Azaña mismo es incapaz de concebir que la derecha gobierne la República.
– Además del Ejército, la Iglesia es otra institución muy relevante en aquel entonces. ¿Hasta qué punto la modernización del país pedía un replanteamiento del papel del Ejército y la Iglesia, pero la ideología provoca que haya un exceso de prisas?
– Ese es uno de los puntos en los que más se nota la enorme distancia que hay entre la España de Franco y Azaña y nosotros. La virulencia de ciertos temas. Para nosotros resulta muy difícil pensar hasta qué punto esos asuntos eran significativos, porque nosotros ya hemos vivido una secularización muy profunda de la sociedad española. Y, por tanto, todo lo de entonces nos resulta difícil de concebir. Azaña decreta que España ha dejado de ser católica y elabora una política a partir de la constatación, según dice él, de que la idea del catolicismo ya no rige en la sociedad española. Eso lo habían hecho los franceses, pero las medidas que Azaña toma, los franceses las tomaron treinta o cuarenta años después de proclamar la Tercera República, mientras que Azaña y su República las toman de inmediato y sin esperar a que la sociedad evolucione. A Azaña no le gusta que haya procesiones, le fastidia, le parece cursi, lo desprecia. Decreta que el Viernes Santo y el Jueves Santo no sean festivos. Obstaculiza la expresión religiosa en la vida militar, luego está la cuestión de los cementerios civiles… Concede una enorme importancia a lo simbólico, sin darse cuenta de que lo simbólico puede ser entendido por los demás como una cuestión de identidad.
José María Sánchez Galera, El Debate, 05-05-24
Ilustración: Despacho de Francisco Franco en el Palacio de El Pardo.