«La velada del Pardo». Semblanza de dos jefes de Estado, por J. M.ª Sánchez Galera
La velada del Pardo, Monóculo ediciones, 2024
Mediante las similitudes y las diferencias, Marco nos habla de cómo eran los dos personajes que podrían haber colaborado más en favor de una España unida, si la República se hubiera planteado como lo que es El Pardo: un lugar de acogida serena.
En el verano de 1936 la catastrófica II República llegó a su final, y se abrieron dos legalidades paralelas en España. Una de ellas pretendía continuar el marco constitucional —reiteradamente violado, incluso por parte de esta España «republicana»—, aunque en realidad estaba desbridando un proceso revolucionario en el cual las milicias más populares contaban con el mismo beneplácito de que, durante el periodo 1931–1936, habían gozado las organizaciones de izquierda más violentas. La otra España acabó imponiendo su legalidad y le dio persistencia durante cuatro décadas, hasta entroncar con la Constitución que hoy creemos que está vigente desde 1978. El día que comenzó la Guerra Civil, ambas Españas se arrogaban la defensa de una República que ya no existía. Poco después, la España sublevada desde África alzó la bandera rojigualda y nombró a un jefe de Estado. Era el general Francisco Franco. La otra España disponía de su propia jefatura de Estado desde primavera, y la ostentaba Manuel Azaña.
A lo largo de La velada del Pardo, José María Marco contrapone y aproxima ambas figuras, ambas personas y ambos personajes. Porque cabe distinguir las tres facetas en cada uno de ellos. Azaña, tan satisfecho de su superioridad moral, acabó siendo una caricatura, un jefe de Estado sin capacidad ejecutiva y que no se decidía a renunciar a su cargo, hasta que la contienda bélica estuvo del todo perdida. Dimitió de la presidencia de aquella república frentepopulista un mes antes del final de la guerra. En este contexto, el libro explica el sentido de su célebre discurso sobre «Paz, piedad y perdón». Fue un presidente que, en la residencia de El Pardo, intentó convertir la jefatura de Estado en una magistratura de intenso simbolismo y con rasgos que permitieran entrever una pervivencia histórica secular. Se trata de un rasgo de Azaña que Marco, especialista en la persona y el personaje, destaca y aprovecha para acercarlo a Franco, que optó por una versión más sutil. El palacio de El Pardo supone una manera peculiar de ser la cabeza del país; por eso, Azaña se preocupó por convertir el Patrimonio de la Corona en Patrimonio del Estado, y cuidarlo como enorme tesoro cultural y nacional. Franco retuvo al Estado como titular del Patrimonio.
Precisamente las páginas centradas en El Pardo son las que hermanan más a Franco con Azaña y con nosotros. Un lugar próximo a Madrid según dice la geografía y los kilómetros, pero muy distante en casi todos los demás aspectos. Esa mezcla de ascetismo, clima agradable y naturaleza, de pueblo sencillo y de elegancia palaciega, sin excesos ni boato, ofrece una posibilidad de superación de las diferencias. Por eso, estas páginas atemperan el tono como hemos de admitir el fatal destino del país, representado por ambos jefes de Estado. Azaña, inteligente, pero sectario hasta el final; Franco, hábil y prudente de principio a fin. Marco recalca la lealtad institucional de Franco y su claridad a la hora de enjuiciar todas las situaciones. Su sublevación en julio de 1936 llegaba después de constatar que Azaña se había embarcado, sin remedio, en un sectarismo que nunca había tenido interés en gobernar para todos, en hacer una república donde cupiera toda España.
El libro cuenta con tres apartados principales: el primero es una obra teatral con la que Marco nos invita a tres diálogos. El diálogo de arranque se produce entre los personajes literarios creados, respectivamente, por Azaña y por Franco y que representan ambas visiones ideológicas. Continúa la obra teatral un diálogo entre los propios jefes de Estado, con su mutuo respeto y mutuas separaciones; y se concluye con dos españoles que, teniendo los mismos nombres de pila de Azaña y Franco, observan todo con la lejanía que nos da vivir un siglo después de la guerra. El segundo apartado del libro es el capítulo dedicado al Real sitio de El Pardo. El ritmo de estas páginas recrea la atmósfera y la historia del lugar, y merece la pena leerse sentado en un parque de El Pardo, al atardecer. Después el libro nos ofrece dos capítulos de semblanza histórica de Azaña y Franco y de su tiempo («El ministro y el general» y «Vidas paralelas») que funcionan con enorme unidad. Marco observa con lupa, con cariño a veces, con delicadeza, con esmero. Mima a sus personajes y nos los convierte en humanos muy próximos a nosotros. Procura que los conozcamos como si ellos mismos nos hablaran en intimidad. Por último, y a modo de apéndice, Marco reproduce unas cartas que se intercambiaron Azaña y Franco durante el periodo en que el primero era ministro de la Guerra (y presidente de Gobierno) y el segundo un general en activo al que destinaba a Baleares. En las cartas es evidente el recíproco respeto, admiración y ansia de cooperación a pesar de fundados recelos y hondas divergencias.
El Debate, 13-04-24