Lippmann. El periodista y el poder
Ronald Steel. El periodista y el poder, una biografía de Walter Lippmann. San Lorenzo de El Escorial, Langre, 2007, 672 páginas.
De Walter Lippmann (1899-1974) circulan multitud de anécdotas. De joven, cuando era progresista, se relacionó con círculos estético-socialistas. Así que un día se le ocurrió llevar al alcalde de Nueva York al estudio de Isadora Duncan. Lippmann pretendía ayudar a la bailarina, por así llamarla, a encontrar un local público donde actuar. El alcalde iba cambiando de color a medida que Isadora Duncan iba desgranando sus teorías sobre cómo arreglar definitivamente la sociedad aboliendo la institución familiar e instaurando lo que entonces se llamaba el amor libre. (Hoy Zapatero la habría nombrado ministra de Planificación para Encauzar el Ansia Infinita de Felicidad.) Cuando hubo escuchado bastante, cogió su sombrero y sin decir una sola palabra se largó del loft que Isadora Duncan llamaba el “Templo de la Belleza y el Arte”.
Walter Lippmann, de familia judía neoyorquina de medios sobrados, acabó también desencantado de ese círculo de estafadores profesionales que iban a protagonizar lo que se llama el arte moderno. Tardó ago más en deshacerse de su fascinación por el socialismo tendencia fabiana –nunca marxista- que le había llevado a presidir el Club socialista de Harvard donde estudió. En realidad, quemó etapas a toda velocidad y antes e los treintas años, ya había sido confidente de Woodrow Wilson, el presidente que hizo entrar a Estados Unidos en la Gran Guerra, y había ayudado a fundar The New Republic, la revista de centro izquierda que todavía subsiste, con un tono algo menos –poco- aburrido y respetable que la que tuvo entonces.
Walter Lippmann fue siempre un hombre seguro de sí mismo, consciente de pertenecer a una elite respetada, convencido que ocupaba el papel que le correspondía. No le perturbó su condición de judío, descreído y partidario como era de la asimilación, ni tampoco los gigantescos retos a los que su país se enfrentó durante su vida: las dos Guerras Mundiales, la crisis del 29, la puesta en marcha del New Deal, la Guerra Fría (una expresión que él popularizó, como tantas otras), ni los conflictos de Corea ni de Vietnam.
Sabía que era un gran articulista, mantuvo una disciplina férrea y era perfectamente consciente de ser uno de los columnistas más leídos y mejor pagados del mundo. Cuando se mudó del World neoyorquino al Washington Post, su sueldo llegó a ser de un millón de dólares (de 1962) anuales. Viajaba a Europa todos los años, con una agenda espectacular. Una vez obligó al intratable Nikita Jrushchov a cumplir la cita que tenían programada desde hace meses, a pesar de que el ruso tenía un asunto imprevisto que resolver. Todos los años celebraba en su casa de Washington uno de los “parties” más sonados del año, termómetro infalible de cómo andaba el poder en la ciudad. Cada año, se reservaba tres meses sabáticos para escribir sus libros.
Algunos de estos libros se han contado, también, entre los más influyentes en el periodismo del siglo XX. Langre, la misma editorial que publica esta biografía clásica de Lippmann, ha publicado el casi canónico La opinión pública, además de un estudio sobre Santayana, maestro de nuestro protagonista en Harvard, ante el tema de la opinión pública. Lippmann, como saben muchos estudiantes de periodismo, se interrogó acerca del significado de la palabra democracia en sociedades tan complejas como las que emergían a principios de siglo. ¿En qué medida es legítimo confiar en los juicios sobre política hechos por personas que no pueden estar ni siquiera mínimamente bien informadas de las circunstancias y el posible alcance de las decisiones que se han de tomar?
La pregunta era clave porque para Lippmann la naturaleza misma de la democracia liberal había variado desde los tiempos de la fundación de Estados Unidos. El eje se había desplazado del equilibrio entre las instituciones a la relación no siempre sencilla entre gobierno y opinión pública. Y cómo esta estaba compuesta de individuos que no podían estar informados, dada la complejidad de la realidad, el papel del periodista cambiaba.
Lippmann se enfrentó a este asunto en muchos de sus artículos y en bastantes de sus numerosos libros. Él mismo dudó, como demuestra su clásico análisis de la cobertura que The New York Times realizó de la revolución bolchevique, de la capacidad de sus colegas, y por tanto de él mismo, para reflejar la realidad. De hecho, su posición ante la democracia no deja de ser ambigua y entraña un núcleo conservador en un perfil, en general, moderadamente progresista. Esta biografía se centra sobre todo, como es natural, en cómo Lippmann se enfrentó a la responsabilidad que a él mismo, como periodista, editorialista y columnista, le correspondía en este nuevo mundo democrático.
Por una parte, está su carrera profesional, la forma de enfocar la relación con sus lectores. Lippmann sigue siendo un modelo en cuanto a la claridad y la elegancia en la expresión, la precisión en los datos y la capacidad para exponer con sencillez realidades a veces muy complejas. A pesar de su escepticismo ante la formación de la opinión pública, Lippmann siempre actuó, incluso en sus momentos más pesimistas, con confianza en la racionalidad y la sensatez del lector. Siempre moderó, siempre argumentó, siempre se dirigió a la zona templada donde es posible el diálogo. Empezó en el Boston Common, contribuyó a crear The New Republic, frivolizó un poco en Vanity Fair, se implicó en el World de Nueva York, publicó durante más de treinta años su famosa columna T&T (“Today and Tomorrow”) y casi al final, se pasó al Washington Post y a Newsweek. En todos estos puestos se atuvo a una exigencia profesional y a una cortesía con el lector que siguen siendo ejemplares.
Otra cosa son sus relaciones con el poder, derivadas, en parte de su teoría de la opinión pública. En realidad, las teorías de Lippmann venían a respaldar sus gustos, sus debilidades y sus aficiones. Le fascinaban los poderosos, en particular los políticos. Y su análisis de la naturaleza de la democracia moderna le llevaba, por pura lógica, a intentar convertirse en consejero del príncipe, cuando no a sustituirlo en nombre de la racionalidad. A diferencia del hombre común, él sí estaba bien informado. Era, por utilizar una de sus expresiones favoritas, un “insider”.
Así que si a veces se oponía al poder, otras intentaba influir en los poderosos, que pertenecían de alguna manera a su misma categoría. Ni que decir tiene que los políticos se la jugaron una y otra vez. Era fácil halagar su vanidad. Las páginas dedicadas a su relación con el presidente Johnson son fascinantes. Lippmann, miembro de la elite de la Costa Este, empezó despreciando al burdo texano, luego se dejó seducir por aquel prodigio de energía para acabar dándose cuenta de que le estaban contando lo que quería oír. Esta biografía resulta un auténtico manual para futuros periodistas. Nunca se insistirá bastante en lo que el propio Lippmann preconizaba y no siempre cumplía: que resulta imprescindible mantener las distancias con los políticos y, además de eso, no creer nunca que el periodista podrá llegar a sustituir a quienes toman las decisiones. Por volver a la primera anécdota, el alcalde de Nueva York acabaría dándose cuenta de que las Isadoras Duncan de este mundo están dispuestas a dejarse manipular, sobre todo cuando llegan al estatus de estrellas mediáticas a lo Lippmann.
El propio Lippmann no lo aprendió del todo jamás. Pero esa ceguera constituye, justamente, otro de los aspectos más atractivos de esta biografía. Además de la lección de ética periodística, también es el retrato de una elite que lideró Estados Unidos en las décadas centrales, y determinantes, del siglo XX. Por muy apasionados y duros que fueran algunos debates, esa elite se apoyaba en un consenso social muy firme. Y estaba convencida de que se podía ahormar la realidad según criterios racionales, como un ingeniero diseña un puente o una presa. Es un mundo desaparecido, muchos dirán que felizmente.
Por si fuera poco, esta biografía resulta también atractiva, y casi de obligada lectura, para quienes se interesan por la política internacional. Era el campo en el que Lippmann se movía con más soltura, el que siguió con más atención y en el que sus posiciones resultan más reveladoras. Más de un lector, sobre todo joven, se sorprenderá de ver cómo algunos debates en apariencia inéditos vienen de muy lejos. Aún hoy las posiciones de Lippmann suelen resultar interesantes. Y también, con los años, contradictorias. Pero esta es una biografía magnífica de un gran periodista, un hombre completa y absolutamente volcado en su tiempo.
Libertad Digital, 13-09-2007