El hombre que quiso ser honrado. A los noventa años de «Berlin Alexanderplatz»
Franz Biberkopf, el protagonista de Berlin Alexanderplatz, la novela de Alfred Döblin, sale de la cárcel de Tegel una mañana de 1927. Al encontrarse libre de pronto, en el ambiente frenético de la gran ciudad, sufre un ataque de pánico. Sale adelante gracias a un judío que lo lleva al piso de un rabino y le cuenta la historia de un aventurero que acaba bien, o mal, según quien sea el narrador. Los judíos, ya se sabe, prefieren contar historias a sentar doctrina. (Döblin era de origen judío y la novela está saturada de motivos judíos.) Franz Biberkopf es un hombre grueso, aunque la cárcel le ha hecho adelgazar, ojos vivos, una hermosa voz de barítono, siempre dispuesto a reírse. Ha pasado cuatro años en la cárcel por haber matado a golpes a Ida, una joven prostituta con la que vivía y a la que protegía y explotaba. Después de entrar en un cine y tras un intento frustrado de acostarse con una prostituta, visita la casa de la hermana de Ida, a la que fuerza y con la que inicia una relación interrumpida por el marido de la mujer.
Desde el primer momento, queda clara la ingenuidad del personaje, su incapacidad para comprender las consecuencias de sus actos, una sencillez infantil, también próxima a lo animal. Es ese mismo carácter el que le lleva a tomar una decisión que hará de él uno de los grandes personajes de la historia de la literatura. Este hombre “grosero y tosco”, “ha jurado al mundo entero y se ha jurado a sí mismo ser honrado” (p. 105).
Para vivir en el Berlín de finales de los años veinte del siglo pasado, una ciudad arrasada por el paro, el recuerdo de la hiperinflación y la Gran Guerra, en plena República de Weimar, Franz Biberkopf va enganchando trabajos precarios y humildes: vender periódicos, alfileres de corbata y lazos para los zapatos. A veces roza zonas peligrosas, como cuando intenta poner en circulación publicaciones pornográficas o bien otras del Partido Nacional Socialista. De lo primero lo rescata Lina, su nueva novia. Deja lo segundo tras un enfrentamiento con los comunistas. La política, sin embargo, reaparece en varias ocasiones, como cuando se echa por amigo a Willy, un caradura simpático que le lleva a los mítines de la izquierda y le saca el dinero.
Franz Biberkopf y Reinhold en la versión de R. W. Fassbinder
Así es como Franz Biberkopf se va manteniendo fiel a su promesa, hasta que empiezan a caer los golpes. Primero será la traición de su compañero de ventas de lazos de zapatos. Franz no lo aguanta y se hunde en el alcohol. Luego vendrá la de Reinhold, miembro de una banda de delincuentes, que le fascina y del que acepta las muchachas de las que se quiere librar su nuevo amigo. (En la cárcel, Reinhold descubrirá que le gustan los chicos tanto como las mujeres.) Este mismo Reinhold lo hará participar en un golpe de su banda pero desconfía de él y lo tira de un coche. A Biberkopf le amputan el brazo derecho. El golpe final llega cuando Reinhold intenta forzar y luego asesina a la nueva novia y protegida de Franz, la encantadora Mieze.
A esas alturas, no parece quedar nada de la promesa inicial. La bestialidad de los golpes, cada vez mayor a medida que el hombre vuelve a integrarse en el hampa berlinesa, ha acabado con cualquier posibilidad de llevar una vida honrada. Proxenetismo, pequeña delincuencia, robos organizados se han convertido en su forma de vivir. No se ha agotado, en cambio, la inocencia del personaje, que atraviesa indemne todas las atrocidades. Sigue vigente el significado de aquel voto, la fe en que se puede vivir, y por tanto amar –porque esa es la esencia de la vida-, sin intercambio, respetando la pureza primera del ser humano. (Es eso lo que fascinó a R. W. Fassbinder y lo que le llevó a adaptarla en la suntuosa serie de 1980.)
En esta inocencia básica reside la fuerza del personaje. Gracias a ella se atrae el cariño de muchos de los personajes que pueblan la novela, y la del propio lector. Biberkopf, sin embargo, está destinado a ser la víctima de un sacrificio impuesto por un orden social (y político) que no sabe lo que es la inocencia. De ahí la importancia de las referencias al sacrificio en la novela: la minuciosa descripción del funcionamiento del matadero de Berlín, la paráfrasis del sacrificio de Isaac y el comentario sobre Job. Todos ellos, también los animales, inocentes absolutos como Biberkopf.
Bien es verdad que Döblin, y luego Fassbinder, van más allá del melodrama, el género que se fundamenta sobre el sacrificio necesario del inocente para la pervivencia de la vida. Esa inocencia hace también posible la hipersensibilidad de Biberkopf a una realidad que no entiende pero que le constituye. Aquí aparecen la experiencia y los conocimientos de Döblin, que ejerció de médico en pleno centro de Berlín y lector de Freud, así como su sensibilidad social, que le llevó a militar en el Partido Socialdemócrata. (Acabó convertido al catolicismo.)
Se ha hablado mucho del gran experimento estético de Berlin Alexanderplatz, publicado hace ahora 90 años, con sus monólogos interiores, sus escenas habladas sin la menor explicación, la incorporación de toda clase de textos periodísticas y de publicidad, las citas permanentes de la literatura alemana –la grande y la pequeña-, el recuerdo de los profetas hebreos, las alucinaciones relatadas como si formaran parte de la realidad común o un leitmotiv como el de la Muerte (“Es segadora, se llama Muerte, tiene la fuerza de Dios que es fuerte” –p. 286-)… La novela, en realidad, nos deja ver todo aquello que brota, sin que el personaje sea del todo consciente de ello, en Franz Biberkopf: el inconsciente social e individual a la vez, la lucha de clases, los enfrentamientos, los deseos, las obsesiones… el inconsciente estético, porque expresivo, pero también político, porque a través de él se expresa la reconfiguración de un nuevo (des)orden social.
Desde Franz Biberkopf asistimos a la emergencia de un nuevo sujeto, distinto de los protagonistas de la novela del siglo XIX. Aquí, ante nuestros ojos, se está conformando ese sujeto que acabará interiorizando una alteridad que ahora forma parte de sí mismo. El proceso adquiere una dimensión telúrica. Equivale al descubrimiento y la instalación de un mundo nuevo en el interior de cada uno. También propiciará la aparición del totalitarismo, que es el intento de controlar lo que se aparece como una amenaza insoportable: “Y yo que pensaba que el mundo era pacífico, que había un orden en él, pero hay algo que no está sujeto al orden” (p. 297).
Hay grandes estudios y grandes novelas sobre el totalitarismo, pero ningún otro testimonio nos permite ver y entender desde dentro el proceso interno de creación de un nuevo sujeto, el propio del siglo XX, que desembocó –al menos de momento- en la puesta en marcha de los regímenes totalitarios. Sin la obra de Döblin, nuestro conocimiento de todo aquello sería más lejano, más abstracto. Aquí lo tenemos en vivo y gracias al arte de Döblin, accedemos a su puesta en marcha en la vida cruda de un personaje hipersensible, sin ahorrarnos nada del sufrimiento que provoca.
Después de su paso por un manicomio, Biberkopf acaba de portero en una fábrica. Se nos dice que su espíritu sigue intacto. Si el sacrificio se ha consumado, el hombre “sigue erguido” (p. 71). Döblin, por su parte, salió de Alemania en 1933 y en 1945 volvió a su país. A pesar del éxito de su novela, llevó una vida difícil hasta 1957.
(Las referencias remiten a la edición de Miguel Sanz en Castalia (2002).)
Club Libertad Digital, 04-10-19
Ilustraciones: Berlin Alexanderpaltz, Rainer W. Fassbinder