El profeta Jonás, según Jiménez Lozano
En la ciudad iraquí de Mosul, en la colina de Nabi Yunus, se encontraba, hasta julio de 2014, el sepulcro de Jonás, el profeta. Aquel día los terroristas del ISIS dinamitaron aquel monumento dedicado a un profeta venerado por las tres religiones del Libro. El judaísmo lo convirtió en un símbolo –complicado y contradictorio- del arrepentimiento: el libro se sigue leyendo íntegro –es corto- durante el Yom Kipur, el Día de la Expiación. Para los cristianos, Jonás, enviado a profetizar a Nínive, prefiguraba una religión que no conocía fronteras nacionales y el propio Jonás, con sus tres días pasados en el vientre de la ballena, anunciaba a Cristo y los tres días que median entre su muerte y la Resurrección. Además, Jonás, revela, muy a su pesar,la infinita misericordia de Dios. Para los musulmanes, Jonás –que da nombre a una Sura del Corán y cuya historia vuelve a ser narrada en otra- es signo de la omnipotencia divina.
Quizás lo que otorga a Jonás su carácter especial, y esa simpatía universal con la que es acogido, es su carácter de profeta reticente. Se recordará que cuando el Señor le ordena dirigirse a Nínive, la gran metrópoli pagana, para que sus habitantes se arrepientan y expíen sus incontables pecados, Jonás, que ni siquiera intenta discutir con Dios como hizo Moisés, se embarca en Jaffa con destino a Tarsis (tal vez la ciudad de Cádiz, en España) y, en castigo, acaba tragado por una ballena. Luego, cuando por fin cumple con su deber y resulta que los ninivitas se convierten, se enfada porque, como la profecía no se ha cumplido, se figura que habrá perdido cualquier crédito como profeta. Y por fin, acaba discutiendo con Dios e incluso llamando a la muerte porque este, después de haber hecho crecer un ricino para resguardarle del sol, lo destruye.
José Jiménez Lozano escogió a Jonás para uno de sus relatos basados en motivos bíblicos, como Sara de Ur o Abram y su gente. Parece un personaje hecho a su medida. Un profeta menor, muy lejos de las imponentes figuras de Isaías o Jeremías, y por tanto de los grandes relatos en los que parece jugarse la suerte del mundo entero. Un profeta indisciplinado que no quiere enfrentarse a una responsabilidad superior a sus fuerzas. Un poco inconsciente, también, y con cierta capacidad innata para la felicidad, como cuando se duerme en el barco y en plena tormenta sólo se despierta cuando le zarandean los marineros, que se resistirán a sacrificarlo incluso para salvarse ellos mismos (Jonás se hace querer y despierta la bondad en los demás). Y un profeta discutidor, aunque ya esto entra de pleno en la tradición judía en la que el Señor agradece, e incluso se alegra, de que sus criaturas le lleven la contraria. En tono menor, la discusión sobre el ricino es la misma que la que Job se atreve a mantener con su Creador.
Como no podía ser de otro modo, los comentaristas del Talmud retomaron una y otra vez la historia de Jonás (hijo de Amitay, el Veraz o la Verdad). Intentaron explicar su poca disposición a profetizar en Nínive, los episodios en Jaffa y, cómo no, la tormenta y la estancia en el vientre de la ballena, equipada en algunas glosas como una sinagoga, y desde la que el profeta entona un salmo nuevo (“A la garganta me llegaba el agua, / me rodeaba el océano, / las algas se enredaban a mi cabeza”). Jiménez Lozano, que en estas obras de tema bíblico -y en la maravillosa Parábolas y circunloquios de Rabí Isaac Ben Yehuda (1325-1402)– hace suya la tradición judía de volver a contar las antiguas historias, no se queda atrás. Insiste en las pocas ganas de trabajar de Jonás, que se confunde un poco con su bonhomía y su tolerancia irreflexiva, casi por defecto. Inventa nuevos personajes, como los guapos porteadores griegos o el crucial de la mujer del protagonista, Micha, bibliotecaria ninivita, especialista en “deconstruir” (sic) los relatos de su esposo y reflejo último de la vocación de cualquier rabino talmudista y, en el fondo, también de la del autor, un poco postmoderno tal vez a su pesar. Y, como el lector ya habrá adivinado, Jiménez Lozano no dudó en recurrir a los anacronismos más estupendos, como la invención de Tyffany’s (sic, otra vez), la joyería ninivita que surte al profeta de joyas para su esposa y de un magnífico bastón rematado en plata que le ayuda a tener algo de confianza en sí mismo.
Jiménez Lozano volvió a Jonás en algunos poemas y en uno de los relatos que componen Abram y su gente. Aquí los talmudistas van encarnados en las diversas figuras que pueblan la barbería de lo que luego se convirtió en una ciudad, “con dos rascacielos o zigurats”, pero que en el tiempo en que se desarrollan los hechos, sigue siendo una “aldea regularcilla, un pueblo de tipo medio, muy antiguo y muy destartalado”. Allí se cuentan unos a otros relatos inspirados de las Sagradas Escrituras. La historia de Jonás, una de las últimas, deriva en una larga digresión sobre las diversas perspectivas religiosas sobre el Libro, en ese estilo conversacional, de giros inesperados, con términos apegados a la realidad de las cosas, ajeno a cualquier abstracción y a cualquier imposición racionalista, pero presidido por el aliento inagotable de la simpatía por los descartados de la Historia, sus víctimas tantas veces, los humildes, los inocentes… Jiménez Lozano en estado puro y, como le recordaremos, siempre sonriente, sobre todo cuando se allegaba a lo más importante.
Libertad Digital, 18-03-20
Sobre este tema, ver el estudio de Marta María García Sánchez, El relato bíblico en la novela de Jiménez Lozano.