La «Descripción del Abadía» de Lope de Vega. Escenario para un pastor nuevo

LA DESCRIPCIÓN DEL ABADÍA. ESCENARIO PARA UN PASTOR NUEVO
The Descripción del Abadía. A Stage for a New Shepherd
José María Marco. UPCO / ICADE. [email protected]. ORCID n.º: 0000-0003-1616-2429
CUADERNOS PARA LA INVESTIGACIÓN DE LA LITERATURA HISPÁNICA Núm. 50, 2024, págs. 197-216.
Resumen: Este trabajo analiza la Descripción del Abadía, jardín del Duque de Alba, el poema en el que Lope de Vega retrató el jardín de la familia de los Alba en Cáceres. Analiza en primer lugar la dispositio para profundizar luego en cuatro temas: 1) el dispositivo teatral; 2) el poeta y la elaboración de la primera persona; 2) el amor y 3) el jardín. Un poema aparentemente convencional, dedicado al encomio de la Casa de Alba, se transforma así en un texto en el que Lope investiga algunos de los motivos recurrentes en su obra, también presentes en las obras de aquel momento inicial y crucial. Un Lope joven, que se llama a sí mismo «pastor nuevo», sintetiza así una reflexión y una práctica estética centrada en la reflexión sobre el arte y la naturaleza.
Palabras clave: Lope de Vega; Abadía; jardín; naturaleza; poesía.
Abstract: This work analyses the Descripción del Abadía, Jardín del Duque de Alba [Description of the Abbey, Garden of the Duke of Alba] the poem in which Lope de Vega portrayed the garden of the Alba family in Cáceres. First we analyse the dispositio and then delve into four topics: 1) the theatrical device; 2) the poet and the construction of the first person; 3) love; and 4) the garden. An apparently conventional poem, devoted to praising the glory of the House of Alba, thus becomes a text in which Lope de Vega investigates some of the recurring motifs in his work, themes also present in his other works of that initial and crucial moment. A young Lope, who refers to himself as a «new shepherd», contemplates an aesthetic practice that focuses on a reflection on Art and Nature.
Keywords: Lope de Vega; Abbey; garden; nature; poetry.
Introducción
La Descripción del Abadía, jardín del Duque de Alba, fue escrita, según Rafael Osuna [1972: 50 y 97] y el editor de la obra Felipe B. Pedraza Jiménez [1994: II, 202], en la primavera de 1592]. La Descripción… va citada por esta edición]. El significado del título –el programa de una écfrasis como las de la novela de la Arcadia– ha llevado a considerarla obra de orden casi utilitario, probablemente de encargo. Como además Lope de Vega se muestra tan preciso en la descripción, son numerosos los estudios que la han utilizado para la reconstrucción erudita del casi totalmente desaparecido jardín [Navascués Palacio, 1994: 71-90; Jiménez Martín, 1988: 62-77; Lozano Bartolozzi, 1988: 78-87]. Otros trabajos, como el de Miguel Ángel Tejeiro Fuentes [2003: 569-587] lo tratan en el contexto de la «Academia» de los Alba en Extremadura. El estudio de la literatura sobre jardines, a partir del estudio de Pedraza Jiménez [1998: 308-329] y su reconsideración en el trabajo que Antonio Sánchez Jiménez [2016: 271-284] dedicó a la Descripción y luego Jesús Ponce Cárdenas y Ángel Rivas Albadalejo [2018: 156-166] al jardín del conde de Monterrey, han variado la situación y la Descripción del Abadía ha cobrado un nuevo interés, más puramente literario. En esta reconsideración del texto también entran en juego los estudios sobre la literatura producida por Lope en los años de destierro en la corte castellana del duque de Alba, iniciados con el pionero trabajo de Osuna sobre la Arcadia y continuados con la edición de la misma obra por Antonio Sánchez Jiménez [Vega: 2012].
Dispositio
Como ya apuntó A. Sánchez Jiménez, la Descripción es un poema rigurosamente construido. Consta de 400 versos distribuidos en 50 octavas reales. La elección de la octava real, en vez de la silva, indica la voluntad de formalidad del texto y tal vez, su inclinación hacia una fórmula en la que debería primar el tono encomiástico, propio de un poeta joven con deseos de hacerse valer ante su mecenas. Las 50 octavas van distribuidas en tres secciones equilibradas: 1) La primera sección, de la estrofa 1 a 10, introduce el tema del poema: las tres primeras estrofas constituyen el exordio, con una invocación tópica a las náyades, mientras las siete siguientes presentan la localización geográfica del jardín; 2) la segunda sección, de la estrofa 11 a la 40, constituye la parte central poema y va dedicada a la descripción propiamente dicha del jardín; 3) cierra el poema la sección formada por las estrofas 41 a 50, subdividida a su vez en una primera parte (estrofas 41 a 48, con una escena entre la égloga y el monólogo dramático), y una conclusión final que cierra el poema con una predicción final, de tono entre encomiástico y familiar, dirigida al duque.
La construcción del texto, que replica el rigor de la octava real, se adecúa bien al jardín descrito por Lope: un jardín diseñado según modelos italianos, difundidos en buena parte de Europa a partir de mediados del siglo XVI, según Luke Morgan [2016: 17-43]. Lo inspira el gusto por el orden y la proporción propios de este modelo de jardín humanista. Lo mandó levantar y plantar Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba y abuelo del protector de Lope de Vega, tras su estancia en Italia. Como se deduce de diversos estudios ya citados, aunque no está construido según una perspectiva axial con respecto al palacio al que sirve de ornato, sí respeta la distribución en cuadros de vegetación, con estatuas, arcos y grutas, juegos de agua y fuentes, una de ellas monumental, llamada de Nápoles, labrada por Francesco Camilliani, diseñador y escultor de la Fontana Pretoria, encargada por Luis de Toledo, primo hermano del duque de Alba, que la vendió luego a la ciudad de Palermo, en Sicilia. [Navascués Palacio, 1994: 71-90; Jiménez Martín, 1988: 62-77; Hansmann, 1989: 347-349].
La fidelidad con la que Lope se atiene al diseño y a la idea misma del jardín renacentista reaparece en la descripción poética del jardín que ocupa la parte central (estrofas 11 a 40) del poema. Como tantas veces en la poesía de jardines, se trata de un recorrido por el recinto. El poeta guía al lector en su paseo por las maravillas que describe y construye una «historia» (v. 15), dedicada al duque y a cuya lectura invita implícitamente al lector. [Hunt ed., 1993: xxiii]. No hay en cambio una fórmula narrativa como aquella, en prosa, con la que La Fontaine describe los jardines de Versalles para luego pasar a su «conte», entre la novela y la poesía, sobre los amores de Psique y de Cupido [1965: 403-453]. Y como en la dispositio general, también aquí encontramos una rigurosa formulación simétrica, organizada en torno a un núcleo central (estrofas 23-30), que es a su vez el centro mismo de todo el poema y va dedicado a la descripción de la llamada Fuente de Nápoles, dedicada a la gloria del duque don Fernando. Las estrofas previas describen dos cuadros con sus fuentes (estrofas 11 a 25: cuadro y fuente dedicada al monte Helicón; estrofas 16-22: cuadro con fuente o fuentes de motivo marítimo). Las siguientes estrofas (32 a 40) van dedicadas a diversos arcos y puertas, paralelos al río Ambroz que corre junto al jardín, separado de este por un muro y que le surte del agua necesaria.
A partir de esta disposición clara e inteligible, como la idea misma del jardín de la Abadía, el poema de Lope despliega diversos motivos de los que nos centraremos en cuatro: las referencias y las fórmulas teatrales, en primer lugar; la poesía y el poeta; el amor y, finalmente, la descripción del jardín propiamente dicha.
Teatro
La Descripción del Abadía no es, obviamente, una obra dramática. Y sin embargo, incorpora algunos elementos teatrales en los que se puede reconocer el genio del joven Lope de Vega, en trance entonces de cuajar una fórmula dramática propia (en parte al menos con elementos pastoriles que aparecen en el propio poema, como demostró Rafael Osuna en el estudio ya citado). La invocación a las náyades con la que se abre el poema resulta un tópico muy cursado. También permite al poeta introducirse y presentarse como «pastor nuevo» (v. 8): «nuevo» porque anda estrenándose como poeta (y más específicamente como poeta cortesano) y «pastor» porque se dispone a asumir ese papel en la reelaboración estética de la corte del duque, que alcanza su plenitud en La Arcadia y en algunas obras de tema arcádico, como Los amores de Albano y Ismenia. Las náyades no vuelven a aparecer en el poema, como no sea en la omnipresencia del agua que personalizan. Se limitarán a acompañar, como espectadoras de la descripción del jardín, al duque, dueño de esas mismas aguas (de las náyades, en consecuencia), del jardín y del propio poeta. El duque recibe el nombre también arquetípico de Albano, de origen garcilasiano y resonancia pastoril y bucólica, lo que le iguala, aunque no en la jerarquía, al poeta pastor. La descripción, apunta Lope, será una «historia» cuyo espectador principal es don Antonio. Se introduce así, aunque en tono menor, una tensión dramática que reaparecerá en la tercera y última parte del poema.
La descripción o paseo por el jardín de la Abadía, que ocupa toda la segunda parte, contiene dos clases de elementos teatrales. El primero lo constituyen los monumentos, en particular las fuentes, que aparecen como la representación de escenas mitológicas de motivo amoroso, que analizaremos en el apartado dedicado al amor. El segundo lo constituye el jardín en sí, construido a modo de escenario dedicado a la gloria de la Casa de Alba y al ingenio y la belleza que despliegan en él el duque don Antonio y su corte.
La tercera y última parte retomará las insinuaciones sembradas en la primera y puestas en sordina durante la descripción propiamente dicha. Vuelve el poeta, que en la estrofa 41 se dirige a Albano, el duque, al que reintroduce en escena, aunque en un escenario distinto e imprevisto, como son los montes o «riscos» cercanos al jardín. El poeta, convertido en «autor» –«director de escena», diríamos hoy en día- saca a Albano de su papel de espectador y lo coloca en ese nuevo escenario. Le indica la posición y el gesto en el que debe colocarse («[…] dirás entre estos riscos, / la mano sobre el rostro reclinada» –vv. 329-330-, que es el gesto propio del temperamento melancólico, como ha apuntado Sánchez Jiménez) y lo pone a recitar un monólogo de tema amoroso, como en una égloga. La escena termina cuando el poeta imagina que los males de amor de Albano han terminado y el poema presenta a la amada del duque, de nuevo en el jardín, sentada junto a una de las fuentes. En la parte final, el escenario de este pequeño drama amoroso lo será de la gloria militar y la felicidad familiar del duque, al que ya no se denomina Albano, sino «divino Antonio», en un registro encomiástico clásico completado por la nueva caracterización –lejos del Albano, siempre juvenil- de un duque calvo y barbado («con venerable barba y calva», v. 383) que vive en el mismo jardín sus años de madurez y felicidad familiar, rodeado de nietos. El gusto por las predicciones –luego los horóscopos-, tan característico de Lope, aparece ya aquí, al final de una síntesis de extrema concentración y dinamismo de inspiración teatral. (…)
El poeta
Ya hemos visto al poeta invocar las náyades como «pastor nuevo», en la estrofa 1. El poeta ha asumido un papel que hasta ahí no había interpretado nunca, y se dispone a jugarlo: ante las náyades, ante el lector –espectadores de esta recreación del jardín de la Abadía- y ante el duque, que es el dueño de todos y cuya gloria el «pastor nuevo» se propone aumentar, asumiendo así el papel, nuevo también e incorporado al de «pastor», de poeta cortesano. El encomio del jardín es el encomio del duque porque la belleza y la grandeza del jardín son un reflejo de la grandeza y la belleza de su dueño, el «insigne Albano» (v. 22). Bien es verdad que el reflejo no alcanzará nunca el original (vv. 39-40). Del mismo modo que ese «pequeño mundo» que es el ser humano refleja la grandeza del universo –y en última instancia es la imagen de Dios-, el «pequeño mundo» que va a retratar el poeta es a su vez reflejo de la grandeza de su dueño, que se extiende, como la fama del jardín, por el mundo entero (v. 24).
A diferencia de otros poetas que ejercen la lisonja mediante el elogio de objetos insignificantes (el pájaro de Lesbia, v. 17) o extravagantes (el caballo de Domiciano, v. 17), del orden de la imaginación, aquí el poeta aquí va a cantar un lugar existente –el jardín de la Abadía- y las bellezas que atesora. Las náyades, explica Sánchez Jiménez [2016: 273] son las únicas criaturas míticas del poema. Son esas «verdades» las que le otorgan al poeta su gloria («con verdades glorioso”, v. 21). El «pastor nuevo», o nuevo poeta inventa una estética propia se atiene a la realidad de un lugar existente, situado en un paisaje concreto. El autoencomio alcanza su primera cumbre en la estrofa 8, cuando se compara en sutileza con Zeuxis, el pintor griego que rectifica y mejora una obra maestra. Luego se equipara, tal vez con un toque de ese humor autoirónico tan propio de Lope, con aquel otro artista, o artífice, que según Blecua [en Pedraza Jiménez, 1994: 206] había reducido la Ilíada a un pergamino que cabía en la cáscara de una nuez. La misma gloria le cabrá, por tanto a él que retrata, o recrea, este nuevo paraíso (v. 54).
En plena descripción del jardín Lope vuelve al motivo del poeta con motivo de una fuente que representa al monte Helicón, con una estatua de Pegaso en su cumbre (estrofas 11-15). Como explica Lozano Bartolozzi [1988: 83], el tema era un tópico en los jardines renacentistas y manieristas, por ser aquel el monte donde Pegaso hizo brotar de una coz la fuente Hipocrene, que inspira a los poetas. También a Lope, que de inmediato abre un paréntesis de tono burlesco acera de la multitud (la «copia», v. 99) de poetas que tiene España, tantos que muchos acaban en la aguas del olvido (v. 102). No así el espíritu de Garcilaso, presente aquí porque, según cuenta el poeta que dice la fama, el duque don Fernando quiso hacer de este lugar el sepulcro del poeta toledano (vv. 105-108). El tópico de Pegaso ha abierto el camino a la evocación de Garcilaso de la Vega, poeta de la Casa de Alba y modelo de Lope, al que ya aludió en la primera estrofa con la doble referencia al Tormes y al Tajo. Doble modelo, por tanto: para el «nuevo pastor» en funciones de poeta y para el (también nuevo) poeta cortesano Lope. (Pedraza Jiménez [1994: 210] analizó la presencia de Garcilaso en la Descripción, desde la invocación en el v. 109, el juego con la homonimia –Vega-, la Flérida del v. 349, así como la evocación de la caza de la estrofa 47, recuerdo de la Égloga II, y el cortejo rústico que recuerda el de la Égloga I ). Lope no deja pasar el juego con los nombres: a pesar de su confesada pequeñez y su indignidad (v. 113) -algo siempre a tomar con precaución en su caso- afirma su ambición de ser el Faetón del nuevo duque –el nuevo sol, a su vez, de este universo, v. 120- y emular incluso a Apolo.
El programa, poético y social a un tiempo, y que une la excelsitud en el cultivo de la poesía con la gloria mundana del cortesano, excede con mucho el alcance de la descripción de la Abadía. La descripción queda fijada como un primer paso para alcanzar el otro gran objetivo. En el desarrollo del poema, lo que parecía una digresión algo caprichosa sobre la poesía se convierte en un momento de reposo y reflexión, como si el poeta tomara fuerzas para continuar, en la estrofa 16, con la descripción apenas iniciada. De paso, el poeta ha vuelto a introducirse en su obra, asumiendo un papel no menos glorioso que el de los personajes retratados y evocados en las fuentes y las estatuas del jardín. Faetón, ni más ni menos, e incluso Apolo.
A lo largo de toda esta segunda parte, el poeta sólo se permitirá una intrusión más, con una alusión al «error de mi esperanza» (v. 152). Resulta difícil de descifrar si no se está al tanto de la vida amorosa de Lope como sí que lo estaban, sin duda, los lectores de la pequeña corte del duque. No parece arriesgado afirmar que se trata del affaire Osorio, causa última del destierro de Lope, su estancia en Tormes y sus visitas a la Abadía. Queda abierta la vía entre el tema del poema y la subjetividad del poeta. Ya no podrá ser cerrada. Dada la fama que había adquirido Lope, es posible, de hecho, que los asistentes a la lectura de esta descripción, o sus lectores primeros, se hubieran preguntado ya cómo el poeta ha esperado tanto, casi hasta la mitad del poema, para establecerla.
Hasta haber cerrado la descripción del jardín no vuelve a aparecer el poeta, ahora con renovada intensidad. Se dirige al «dichoso» Albano para, más que invitarlo a entrar en escena, subirlo directamente, y, como ya se ha dicho, señalarle el gesto que debe hacer en la representación que acaba de ponerse en marcha. No le basta con eso, y en la siguiente estrofa, la 43, Albano evoca el monte Parnaso (v. 338) y el «agua de Pegaso» (v. 340), motivos que el poeta ha introducido antes en su propio nombre. Así es como Albano «recita» un poema cuyo tema no es otro que el de la ausencia amorosa, separado como estaba don Antonio de doña Mencía de Mendoza, aquí llamada Flérida. El «poema» convierte la descripción del jardín en una égloga, en la que resuena además –ahora se entiende el porqué de la críptica alusión antes referida- la evocación de la desgracia amorosa del propio poeta. El poeta no suplanta al personaje, ni se apropia de su estado de ánimo, pero este no deja de reflejar el del primero, como las aguas del jardín reflejan la belleza de este. Cuando Albano, en pleno trance garcilasiano, exclame: «Estoy ausente, preso y desterrado» (v. 377), será lícito escuchar, aunque sea atenuada por el decoro impuesto por la circunstancia y la índole del poema, la voz del poeta. Estamos ante uno de esos desdoblamientos –esta vez particularmente delicado- que ha analizado Antonio Carreño [1984: 54-57 y 2020: 61-77] y que pone en relación la Descripción con algunos de los romances anteriores, en particular con el famoso «Hortelano era Belardo». También se podría decir que el poeta ha prestado sus versos a don Antonio, en una anticipación elegante y sin la menor truculencia, de alguna de las funciones que Lope asumirá luego al servicio del duque de Sessa. También para eso, para convertir al duque en poeta, sirve la poesía. Poesía respaldada, además, por la experiencia en primera persona a la que se ha hecho alusión antes: así como el poeta describe un jardín concreto, también el poema lírico puesto en boca de Albano se funda en una experiencia vivida.
Para entonces la presencia del poeta habrá quedado establecida con mayor fuerza aún gracias a la aparición de un cortejo rústico, según la expresión de José F. Montesinos [1969: 173], catálogo de productos agrícolas o venatorios, carentes de lujo y pretensión, ofrecidas por el amante a su amada con la esperanza de rendirla gracias a la sencillez inherente a la belleza del regalo, un motivo estudiado por Rafael Osuna [1996] y por Sánchez Jiménez [2011: 239-246]. El cortejo rústico hace su entrada en el monólogo de Albano con una sonrisa muy levemente irónica, amable en realidad, como la insinuación de desdoblamiento antes aludido. Viene a ser la descripción de la «humilde ofrenda» que un labrador trae como obsequio a su señor, y que este a su vez ofrece a su Flérida. Es un cortejo breve, de tres estrofas (45-47), pero sintetiza todos los elementos del género, desde las frutas a la pesca, con una breve alusión (vv. 369-370) al ejercicio de la caza. Siendo como es una de las especialidades de Lope, marca de la casa, o estilema, como dice Antonio Sánchez Jiménez, no es temerario ver en el labrador que se los ofrece a Albano una figuración del propio poeta. El «autor» que ha organizado la escena para Albano se ha mudado ahora en el «autor»–versión moderna del término- que pone su poema en labios de un personaje que empieza a cobrar la índole de una de sus criaturas de ficción.
Continúa así el juego iniciado con el «pastor nuevo», que ahora se muda en «labrador». Del registro pastoril pasamos al de lo rústico y del registro del artificio (el jardín) al de lo «natural» (con comillas, naturalmente, pero válido como designio estético). De la «tercera naturaleza», según la teoría renacentista del jardín, a la «secunda», la propia de la agricultura según Hunt [2000: 33-75]. Tras el «labrador» y los productos del cortejo rústico que trae a su dueño se escucha también, muy en segundo plano, el gigante Alasto, avatar del Polifemo de Hesíodo y Ovidio, que en el cuento insertado en la Arcadia ofrece a su amada Crisalda su propio cortejo, más extenso y variado que este: una evocación del «natural puro» –la «primera naturaleza»-, con ese matiz de rústico en trance de civilizarse, mediante esa inversión estética e ideológica que es la imitación de lo artificial por lo natural, y que hace de Polifemo, y del desgraciado Alasto, muerto a traición, una figura al mismo tiempo cómica y atractiva, simpática, muy teatral en el fondo [Vega, 2012: 213-230 y 309-324].[1] El paragone entre arte y naturaleza se juega aquí, sin resolverse del todo, en modo risueño y cortesano.
El poeta cortesano, figuración del poeta Lope, vuelve en las dos últimas estrofas, con la predicción que le dedica a Albano, ahora –caídos los disfraces- «divino Antonio». Le esperan una vida heroica y la felicidad familiar. Y aunque el motivo es tópico, no se puede olvidar lo mucho que Lope gustaba de las predicciones, el esfuerzo que les dedicó y el papel que ocupan en su obra. También se cuela (vv. 389-390) una invitación epicúrea al gozo del presente, con una referencia, muy lopesca también, a la envidia y a los celos.
El amor
La Descripción del Abadía no es un poema de amor. Ahora bien, las circunstancias en las que está escrito llevan a Lope de Vega –que en esto no necesita muchos alicientes- a introducir el asunto, convertido al final en uno de los temas del texto. Conocemos las circunstancias escandalosas en que va escrito, con un doble destierro de la Corte, el de Lope por el affaire Osorio y el del duque por la acusación de bigamia.
Por otra parte, el jardín de la Abadía es también, como cualquier otro desde el Ión de Platón [1959: 63], el espacio ideal para la inspiración poética y, por lo mismo, para la experiencia amorosa, aludida mediante un programa iconográfico y decorativo en el que Ovidio juega un papel fundamental. La afinidad casi natural de Lope con Ovidio encuentra aquí una manera sofisticada de expresarse: mediante nuevas écfrasis, que son descripción de obras de arte inspiradas en la obra ovidiana. Así es como Lope, en su descripción, se va a fijar muy particularmente en los motivos amorosos plasmados en los conjuntos artísticos que pueblan el jardín.
El motivo aparece nada más iniciarse la descripción, cuando Lope, en el último vistazo general, hace referencia a las flores que pueblan el jardín (estrofa 10), con referencia a unas cuantas que recuerdan y simbolizan conocidas historias de amor, todas trágicas (Jacinto, Narciso y Clicie, además de la de Áyax Telamonio). El intenso cromatismo, de matices vivos y contrastados, evoca un mundo sensual, con el poeta –además- convertido en pintor por la comparación con Zeuxis.
Tras la digresión dedicada a la poesía a partir de la fuente del Monte Helicón, Lope se fija en una nueva fuente, que representa esta vez una barca sostenida por cuatro gigantes semejantes a Encélado (vv. 143-144), sepultado bajo el monte Etna, desde donde sigue mostrando su temperamento rebelde. En la barca, sentada en la proa y gobernándola, se encuentra Venus (vv. 145-146). Cerca tiene a su hijo Cupido. Los dos se miran y el poeta cree comprender que están abrasados de amor (v. 150-151). (Lope dedicará al tema de El amor enamorado una comedia muy tardía, con amplias exigencias escenográficas, un poco como el jardín que está describiendo aquí.) El poeta lo celebra como una venganza: una venganza «del mundo, y del error de mi esperanza» (v. 152). También insinúa un asunto característico, como son los desastres derivados del amor, una reflexión que ocupará el centro de la Arcadia [Sánchez Jiménez en Vega, 2012: 81-87; Samson, 2012: 141-142; Marco, 2019: 77-102]. La barca dirigida por Venus (en la que también viaja Neptuno, representado a medias como el delfín que sedujo a Melanto, llamada en el texto Melarite –vv.153-156-) no es precisamente un modelo de estabilidad (vv. 139-141).
El tema amoroso reaparece en otra fuente con dioses variados, entre los que destacan Apolo con su arco, que al poeta le recuerda la muerte de la serpiente Fitón (una de las acciones de la comedia El Amor enamorado), pero también el arco de Cupido, tan «importuno» a todo el cielo (vv. 210-212). De inmediato aparece Venus, desnuda, y Cupido, al que el poeta llama «destrucción del suelo» (v. 214). Otra vez se nos recuerda que la capacidad destructora del amor abarca el universo entero.
Un registro distinto aparece en las estrofas 35 y 36, que arrancan con un «arco», tal vez una gruta, en la que están representados Amor y Psique («su esposa», v. 273), sin comentario alguno del poeta, pero que vienen seguidas de la descripción de un cuadro (v. 277) con estatuas de Pan, Apolo, Aristeo y Orfeo, cada cual representado con su instrumento y acompañados de unos cuantos animales salvajes que los escuchan como escucharon al último. Si la música amansa a las fieras, es porque reproduce y actualiza la armonía del universo. El motivo no guarda relación explícita con la aparición previa de Amor y Psique, pero su contigüidad sugiere, además de la variedad intrínseca al jardín (en este caso, referida a los sentidos, y más en concreto al oído), otra idea: la del jardín como reflejo de la perfección natural, de la que el amor es, en contraste con todo lo anterior, el instrumento y la expresión.
El motivo del amor triunfa definitivamente en la tercera y última parte del poema, la dedicada a Albano (don Antonio). La estrofa 41, la primera de esta sección, describe la ausencia de doña Mencía, motivo de las desdichas del duque. Ya sabemos que Lope pone a Albano, su señor, a recitar una endecha amorosa con ademán melancólico (v. 330). Serán siete estrofas, pensadas como una unidad cerrada, algo subrayado por la repetición de la enumeración sintética («murtas, naranjos, agua, monte y río», vv. 336 y 384) al principio y al final.
Vienen primero tres estrofas, a las que hace eco la última (estrofas 42-44 y estrofa 48), de temas garcilasianos, y que recuerdan a la Égloga al duque de Alba, de tan clara inspiración garcilasiana [Pedraza Jiménez, 1994: 84].[2] Y luego, enmarcada por esta referencia al príncipe de los poetas, está el cortejo rústico del que ya hemos hablado. El «pastor nuevo», evidentemente, luce su virtuosismo en dos registros distintos, insertados en un poema, una gran écfrasis, que es de por sí todo un despliegue de virtuosismo descriptivo. Se genera una tensión entre dos registros poéticos, pero también entre dos conceptos del amor: una idealizada y de raíz petrarquista, la otra naturalista y ovidiana. La tensión responde a otra, explícita en esta última parte, entre el jardín y la naturaleza que lo rodea. Otra sugerencia, tal vez traída a cuenta para subrayar la estirpe garcilasiana del poeta, pero que añade un matiz nuevo, más sensual y físico, al amor puesto en escena, es la escena de caza que Albano imagina al lado de su amada (estrofa 47).
El poema termina con la predicción de una vida familiar cumplida y un Albano convertido en el abuelo calvo y barbado («con venerable calva y barba», v. 393) que, rodeado de sus nietos, goza y pasea el bello jardín (v. 399). Es de suponer que Lope sabía lo que hacía al evocar con tanto realismo la vejez de don Antonio. En cualquier caso, la nota realista, imbuida de esa ternura tan característica de Lope, volverá, más desarrollada, en las posteriores evocaciones por Lope de la vida familiar, el amor conyugal y el amor paterno.
El jardín
En su descripción del jardín de la Abadía, Lope, como era de esperar, recurre a algunos de los tópicos ligados a la propia idea de jardín, desde el que lo postula como cifra del paraíso (vv. 34 y 43), el espacio de las Musas (estrofas 11-12, dedicadas al monte Parnaso, a Pegaso y a la fuente Helicona), la exhibición de las glorias, el saber y el gusto de su dueño (por ejemplo, los vv. 125-128, que evocan la antigüedad de las estatuas que lo pueblan, en alusión al coleccionismo humanista del duque de Alba), su liberalidad, implícita en la magnificencia del escenario descrito, hasta acabar en un tono epicúreo que hace de él el escenario para gozar de una vida bella y cumplida.
Después de las tres estrofas introductorias en las que la invocación a las náyades sirve para entrelazar la declaración de intenciones estéticas del «nuevo pastor» con el elogio del duque, Lope ofrece una localización precisa del jardín, en Extremadura, al norte de la provincia de Cáceres y al pie del Sistema Central. Lo baña un río, el Ambroz, que Lope bautiza como Serracinos. La misma libertad se toma con lo que llama «las nevadas sierras de Segura» (v. 29). Lo relevante, como ya hemos visto, es que Lope especifique con precisión el lugar. Lope también contrasta la inmensidad del escenario con la referencia inmediata a la pequeñez del jardín, como «cifra» del paraíso (v. 34), e inmediatamente, y siguiendo la metáfora muy cursada, tal como explicó Francisco Rico [1988] del «pequeño mundo» como resumen del universo entero (tres ocurrencias de «pequeño», frente a otras tantas de términos relacionados con lo grande y la grandeza en la sola estrofa 6). Lo pequeño lo es sólo en tamaño: el jardín, creado por la mano del hombre (en este caso por encargo del duque, del que se elogia el valor y la profundidad del ingenio -v. 46-) reproduce la grandeza cósmica. Y si el artífice del jardín merece un tal elogio, también lo merecerá el poeta que va a «retratar» este «paraíso humano» (v. 55). La «grandeza» del duque será compartida –si sale bien del trance: el autoelogio implica un reto- por quien se dispone a hacer la descripción o el retrato del jardín.
Por su parte, el programa iconográfico del jardín respeta el principio estético de la variedad, que lo caracteriza como «cifra» del mundo: lo trágico (algunos de los motivos de las fuentes) alterna con lo cómico, como ocurre con la broma de agua descrita en la estrofa 32. El principio horaciano aplicado al arte de la jardinería sugiere una reflexión sobre la mezcla de géneros. Además, el jardín, como el de Castello, según Luke Morgan [2016: 26-27], el primero que se plantó en el Renacimiento por encargo de Cosme I de Médici, gran duque de Toscana, tiene una motivación política. En este caso, es el encomio de la Casa de Alba, que ya conocemos.
El motivo de la naturaleza, apuntado con la evocación del entorno, vuelve en las últimas diez estrofas de la descripción, cuando, a partir de la 41 Lope reintroduzca a Albano, como protagonista del poema. La estrofa 41 plantea el conflicto: Albano está enamorado y sufre mal de ausencia (vv.326-328). Ahora bien, el paisaje sobre el que el poeta lleva a adelantarse a este Albano desdichado no va a ser el jardín. Son los «montes altos» –v. 322- (la sierra de la estrofa 2), ahora «de caza llenos» (v. 324) y, añade, «de gusto faltos» (v. 324). Es decir, que carecen de cualquier artificio que los haga placenteros, salvo la caza. Y cuando el poeta pone a recitar a su personaje precisa, con meticulosidad de director de escena: «entre estos riscos» (v. 329) y no, como era de esperar, en el suntuoso y hermoso jardín que acaba de describir.
Nos adentramos por tanto en un espacio peligroso y arriscado, como no lo ha sido –salvo en las obras de arte que ha descrito- el jardín de la Abadía. Se actualizan ahora las fábulas amatorias que sirven de inspiración a algunas de sus fuentes, justamente dos de las tres que el poeta ha escogido describir: el «jardín filosófico», el que invita a ejercer el ingenio y a reflexionar sobre la naturaleza del amor, cobra ahora todo su sentido. Ahí arranca la queja de Albano, que se dirige, como en una égloga, al jardín. Proyecta sus soledades sobre el escenario, un recurso tópico, sin duda, pero que reconoce el protagonismo del jardín retratado antes y sobre el cual se ejerce una forma de crítica. Ahora las «siempre verdes murtas y lentiscos» (v. 331) se han mudado en «adelfas y basiliscos» (v. 333), venenosos los dos. El agua, omnipresente hasta ahora, es fuego y todo, en particular lo «agradable» –es decir, lo amable– del escenario, hace más penosa su desdicha (vv. 336-344). Se diría que el protagonista, Albano, ha salido del jardín para contemplarlo desde los montes, como si nos encontráramos en una escenografía barroca, como el jardín de Alcina, en la que el decorado hubiera mudado de pronto: del paraíso hemos pasado al infierno y de la «tercera naturaleza» a la «primera». (El juego de lo justo y el gusto, tan importante en la estética de Lope y que aparece en el pareado de la primera octava, referido a las náyades, reaparece aquí en la estrofa en la que el poeta se dirige a Albano, aunque ahora «justo» acaba rimando con «disgusto», vv. 321 y 325).
Es desde este infierno mental y teatral desde el que Albano imagina a su Flérida sentada a los pies de las fuentes (v. 351). Más exactamente, es el poeta –que no disimula su doble papel de «autor» – el que la ha colocado allí para recibir de manos de Albano el cortejo rústico que un «labrador», a su vez, ha traído en homenaje a su «dueño». Vueltos al jardín, gracias a la magia del poeta dramaturgo, lo natural recobra una forma humana. Retornan los colores (ausentes desde la estrofa 10 y lo que allí eran flores son ahora frutos). Lo pastoril cobra nueva vida, imbuido del registro rústico. Las doncellas que corren el novillo tierno sugieren una atmósfera de pura alegría. La miel evoca el gobierno justo y la cuajada y el cabrito sugieren sencillez y pureza: virginidad e inocencia. En realidad, la tensión entre lo natural (los montes y los riscos) y lo –al menos en parte- artificial (el jardín) no se resuelve del todo, pero ahora todo el artificio del jardín se asemeja al estuche donde aparecen las joyas auténticas del jardín del poeta: su capacidad para evocar, sin mediación ni esfuerzo aparente, la naturaleza y el amor, que nunca puede ser algo artificial. La gran écfrasis del jardín culmina con esta nueva y se subordina a ella, que, en contraste con la anterior, nos habla de lo humilde, lo que desconoce el artificio. El tema del poeta de lo «verdadero” cobra un nuevo sentido. Y es así como el jardín volverá a ser un escenario dichoso, como lo serán los montes que ahora servirán de escenario a la caza con su Flérida. La evocación de la caza aporta una nueva sensualidad, más física, reforzada por la alusión final a la pesca, calificada de «sabrosa» (v. 376). Así, con este cuadro imaginario ofrecido por el labrador poeta, nuevo avatar del pastor nuevo, se consuela Albano y, en lo que al poeta interesa, se reconcilia con su jardín, que ahora es tanto como complacerse en la lectura del poema, que durante la escena anterior ha aparecido puesto en crisis: «Y entonces crecerán al gusto mío / murtas, naranjos, agua, monte y río», vv. 383-384. El «pastor nuevo» ha conseguido, con una sonrisa, el favor de su «dueño».
En las dos últimas estrofas, el poeta cortesano, que ha incorporado a su registro la del poeta pastoril y la del rústico, se permite un último virtuosismo con una síntesis final de las funciones del jardín ideal: el ameno lugar donde su dueño podrá gozar su «verde edad» (v. 380); el retiro que deja fuera los «envidiosos celos» (v. 390, que también se podría interpretar, dada la relevancia que la envidia tendrá en la vida de Lope, como el retiro alejado de los desmanes y los disgustos de la vida urbana y política); el escenario de sus futuros triunfos militares, con la exhibición de los trofeos correspondientes, y por fin –y ahora sí el sentido del retiro cobra plena actualidad- el escenario de una senectud feliz y fecunda.
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[1] Sobre Polifemo, Osuna [1996] y Leach [1992: 63-87].
[2] Pedraza Jiménez también pone en relación el poema de Albano en la Descripción… con el monólogo de Anfriso en la Arcadia «Amargas horas de los dulces días…» [1994: 228]. Para el monólogo de Anfriso, VEGA, 2012: 357-360.