«La Dorotea». La naturaleza del amor
De El verdadero amante. Lope de Vega y el amor
Estamos en Madrid, entre enero de 1587 y abril de 1588. (Lope habría tenido por entonces entre 25 y 28 años.) Fernando es un hombre joven, de veinte y muy pocos años, sin oficio conocido. Está enamorado de Dorotea, una mujer de su edad y de gran belleza: “Es linda moza, de gentil disposición, buen aire y talle; los ojos son bellísimos, aunque algo desvergonzados. (…) La boca es graciosa y no le pesa de reírse, aunque no le den causa. Pica en flaca, pero no de rostro. (El cabello) trigueño claro. (…) Lo que es el entendimiento, es notable; la condición, amorosa; el despejo, desenfadado; el hablar suave, con un poco de zaceo, con que guarnece de oro cuanto dice, como si no bastara de las perlas de los dientes.” [i]
Dorotea está casada, aunque su marido anda lejos, en las Indias, en busca de fortuna. Fernando ya ha tenido un hijo con Marfisa. Ha vivido con ella de niño y parecía destinada a ser su gran amor hasta que Marfisa se casó. (El hijo pasó a manos de la familia de Fernando, y no sabemos cuál fue su suerte.) Aquel día, en la boda, se conocieron Dorotea y Fernando y allí mismo nació un amor arrasador. Marfisa, por su parte, ha quedado viuda y sigue enamorada de Fernando.
La Dorotea, una de las últimas obras de Lope, arranca cuando la protagonista cede a las presiones de su madre y de Gerarda, una alcahueta de la estirpe de Celestina, y se rinde a los avances amorosos de don Bela, hombre muy rico, recién llegado de América. En todos estos años, Fernando ha hecho poca cosa por Dorotea. Ha sido ella la que le ha mantenido a él, al precio de aislarse e ir vendiendo sus pertenencias, sus vestidos, sus joyas. Ha llegado a trabajar de costurera y se ha convertido, según le insisten su madre y Gerarda, en la comidilla de la Corte. Así que Dorotea, incapaz de resistir más, reúne fuerzas para ir a casa de Fernando y exponerle la situación en la que se encuentra. Fernando la recibe con frialdad y en vez de tratar de rescatarla, decide marcharse a Sevilla. Marfisa le dará el dinero para el viaje, después de que Fernando le haya mentido sobre el motivo de la partida. Al enterarse de que su amante se ha ido de Madrid, Dorotea intenta suicidarse tragando una joya con un diamante.
A su vuelta, unos meses después, un encuentro fortuito en el Prado –el Prado de San Jerónimo, lugar de ocio y recreo de la sociedad madrileña- permite la reconciliación. Eso sí, ni Fernando hace nada por librar a Dorotea de don Bela y de su madre, ni Dorotea deja a su amante rico. En realidad, al comprobar que Dorotea le sigue queriendo, Fernando se ha dado cuenta que es él el que ha dejado de quererla. Vuelve a Marfisa, aunque sin dejar a Dorotea, y lo hace de tal modo que las dos se dan cuenta del juego que se trae. Marfisa rompe con él y luego lo hace Dorotea. Primero en público, con escándalo, y luego sola en su casa, quemando los papeles, las cartas y los poemas que Fernando le había dedicado durante cinco años. Ahora a Dorotea y a don Bela, su amante venal, les une algo más: una tristeza abrumadora.
Un amigo de Fernando, aficionado a la astrología, traza un horóscopo del futuro de los personajes. Fernando acabará en la cárcel, perseguido por Dorotea y su madre, sufrirá siete años de destierro y se casará. Habrá enviudado cuando vuelva a la Corte. (Él mismo anuncia que se propone dejar las letras y participar en la “jornada de Ingalaterra”, el intento de invasión de las Islas Británicas que tan mal terminó.) Entonces Dorotea, viuda también, y ahora rica, le ofrecerá su mano, que Fernando rechazará. Marfisa, en tierra extranjera, acabará asesinada por un marido celoso. De los otros dos protagonistas, en cambio, asistimos al final casi en directo. Don Bela muere en una pelea absurda y Gerarda pierde la vida al caerse por la escalera de la cueva de la casa de Dorotea, cuando va a buscar agua –gran ironía, que descubre la calidad moral del personaje- para refrescar a la joven que ha perdido el sentido al oír lo que le acaba de ocurrir a su amante.
[i] La Dorotea, ed. D. McGrady (Madrid: RAE, 2011), pp. 64-65.
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Ilustración: Atribuido a Diego Velázquez, La costurera, National Gallery of Art, Washington DC