Lope de Vega y el amor selvático. «La selva sin amor»
De El verdadero amante. Lope de Vega y el amor
La primera ópera que se estrenó en España fue La selva sin amor. Se representó en el Palacio Real, en Madrid, en 1629 y contó con la presencia de Felipe IV y de la reina Isabel de Francia, embarazada por aquel entonces del futuro príncipe Baltasar Carlos. La música la compusieron dos italianos, Bernardo Monanni y Filippo Piccinini. También de Italia procedía el autor de los decorados, el pintor e ingeniero Cosimo Lotti, traído a España para renovar las fuentes de los jardines palaciegos del Buen Retiro. El espectáculo deslumbró a los espectadores con los cambios de escenario y la iluminación artificial. Todo era nuevo y asombroso, y Lope de Vega, autor del libreto aquel suntuoso experimento, recordaría el “mar en perspectiva, que descubría a los ojos -tanto puede el arte- muchas leguas de agua hasta la rivera opuesta”. Luego el mar se transformaba en “una selva, que significaba el soto de Manzanares, con la puente, por quien pasaban en perspectiva cuantas cosas pudieron ser imitadas de las que entran y salen en la corte; y asimismo se veían la Casa del Campo y el Palacio…”[i]
Lope de Vega, aunque discutido y un poco sobrepasado por las nuevas generaciones de dramaturgos, seguía siendo un valor seguro. La Corte no recurría a él para menesteres de mayor prestigio, como el de cronista o historiador. Sí sabía, en cambio, que respondería con brillantez a un encargo en el que se celebraba de forma alegórica la llegada del heredero de la Corona. No se le pedía mucho más y el propio Lope se queja, al recordar el lujo de aquella función: “lo menos que hubo en ella fueron mis versos”.[ii] Lope era consciente de que al responder al encargo real no se había limitado a cumplir un trámite. Siete años antes de su fallecimiento, había vuelto a escribir una obra maestra. Y no sería la única del género. Pocos días antes de su muerte, en el verano de 1635, volvió a estrenar, también en un festejo real, otro espectáculo, El amor enamorado, que de nuevo contó con los artilugios escenográficos del pintor “florentín”, como él mismo decía.[iii]
Los encargos resucitaban una antigua afición de Lope por un género que había tratado desde joven y que le había dado fama y prestigio, en particular gracias a su novela La Arcadia. Es el género bucólico, en el que la antigua convención, inaugurada por el poeta griego Teócrito, quería que unos pastores cantaran, debatieran y dirimieran sus conflictos amorosos en un escenario natural idealizado, con ríos de corrientes cristalinas, praderas sembradas de flores y árboles frescos y umbríos, que a veces muestran en sus troncos el testimonio escrito de ingeniosas y sentimentales declaraciones de amor. Estamos en la “selva”, el título de la obra estrenada en el salón del Real Alcázar madrileño. Nada más alejado de la naturaleza salvaje que hoy evoca la palabra. Todo aquí es, o al menos lo parece, contención, refinamiento, sofisticación… cortesanía. También está muy lejos, como en otro mundo, la atmósfera aldeana. Lo pastoril, tan exquisito, no es exactamente lo rústico.
En este escenario ideal, los pastores enamorados conviven con dioses, ninfas y otras criaturas que dan vida y palabra a las fuerzas de la naturaleza. Así es como el destino de Silvio, Jacinto, Filis y Flora se cruza con el de Cupido y su madre Venus, que vienen y van desde sus residencias celestiales hasta las “selvas” terrestres donde se desarrolla la acción. Como con los pastores, se trata aquí de una convención bien conocida por la sociedad de la época, que permite representar las pasiones que sufren y sobre todo de las que hablan, los protagonistas. Lope de Vega había recurrido con frecuencia a la mitología clásica para sus fábulas teatrales y sus versos. Le facilitaba la referencia a ideas abstractas y le permitía evocar un mundo que le atraía muy particularmente, el de la pintura. Así como desde joven le había gustado le música, y entre sus amigos de juventud se cuentan algunos de los mejores músicos de la época, también le gustaba, y mucho, el arte de la pintura. La pintura era el ideal poético realizado por otros medios, la perfección expresiva y estética a la que un poeta debía aspirar siempre. También le abría la puerta, sobre todo cuando se combinaba con la evocación de las criaturas y las deidades de la mitología, a un mundo donde el deseo erótico y las consecuencias de la pasión amorosa se podían exponer en convenciones gracias a los cuales se expresaban ideas, sensaciones e impulsos que de otro modo habría sido imposible tal vez incluso evocar.
La selva sin amor del título, por su parte, no hacía referencia a las míticas praderas de la Arcadia o a las laderas del monte Parnaso. Aquellas selvas eran los bosquecillos que ofrecen su sombra propicia a orillas del Manzanares. También aquí Lope se encontraba en un terreno familiar. Nacido en Madrid, cerca de lo que hoy es la plaza de San Miguel y bautizado en la parroquia –hoy desaparecida- de San Miguel de los Octoes, habiendo pasado casi toda su vida en la Corte, buena parte de ella en su casa de la calle Francos, Lope había hecho de su ciudad uno de los escenarios predilectos de su obra. La Dorotea, obra de madurez, como esta Selva sin amor, se desarrolla en el núcleo urbano de Madrid, con alguna escena memorable en el Paseo del Prado. El Prado y las riberas del Manzanares le habían servido de escenario para algunas de las intrigas de amor más finas que había imaginado, como El acero de Madrid o La discreta enamorada. Y en sus primeras obras había retratado el Madrid más perdido e indeseable, el que él mismo había vivido en su juventud. En la ópera del Alcázar, el Manzanares sería algo más que un simple escenario. De hecho, es uno de los protagonistas de la obra, como lo es –en tono más elevado, claro está- el río Escamandro en la Troya de Homero. También el Manzanares se ve condenado a sufrir las desgraciadas consecuencias del amor. Después de la visita de Cupido, ya no podrá seguir mostrándose insensible a la belleza las mujeres que acuden a sus orillas a refrescarse o a practicar otra clase de actividades, menos inocentes.
Las riberas del Manzanares, en esta ópera de los últimos años, remiten a las idealizadas riberas del Tormes donde se desarrollaron la acción y las discusiones de los pastores protagonistas de La Arcadia, la novela que Lope escribió de joven, cuando trabajaba y vivía en la corte del duque de Alba asentada por entonces en la ciudad salmantina de Alba de Tormes. Es cierto que la convención requiere una idealización absoluta, con pastores –y pastoras- casi filósofos, capaces de desentrañar los más finos significados de conceptos como el del amor y analizar los matices más sutiles de los celos. Es un mundo de lujo, donde se rinde culto a la belleza, a la inteligencia y a la elegancia en la expresión. La fábula pastoral, como las de Torquato Tasso o Gian Battista Guarini, autores predilectos de Lope, se evade de la realidad. (Lope también es autor de un auto sacramental, El bosque de amor, que pone en escena el idilio de Cristo y el Alma, el alma enamorada, en una selva en la que el Deleite y la Lujuria compiten con la Razón y el Amor Divino.)
Ahora bien, quizás en este mundo ideal no todo es tan amable como lo parece, ni están los habitantes de este escenario privilegiado libres de cualquier padecimiento… Resulta que en la ribera del Manzanares viven dos pastores, Silvio, enamorado de Filis, y Jacinto, enamorado de Flora. Ni Flora ni Filis corresponden a sus amantes. Las dos quieren vivir una vida libre, ajena a las penalidades del amor. También el río Manzanares, que trae las aguas desde la fría sierra del Guadarrama, se cree ajeno a las desdichas de Eros. Ahora bien, creerse a salvo del amor es signo de soberbia, castigada desde antiguo. Por eso Venus, cuando se entera de lo que está ocurriendo en las riberas del Manzanares, envía hasta allí a su hijo Cupido. Amor tiene que poner remedio a una situación antinatural.
La llegada de Cupido lo complica todo. Es un dios juguetón, mal intencionado y casi siempre rencoroso. Así que utiliza las dos clases de flechas a su disposición, las de oro para enamorar a las ingratas Filis y Flora, y las de bronce para curar de su pasión amorosa a los dos pastores. Al final, el desaguisado se arregla y las parejas se reconcilian. La selva sin amor se convierte, según reza el verso final, en “selva de amores”. El final feliz culmina un breve juego en el que, a pesar del tono lúdico y sensual, Lope ha dejado prendidos algunos apuntes no tan ideales. Uno de ellos es el del propio Manzanares, al que una flecha abrasadora, de las de Cupido, ha soliviantado. Ahora conoce el deseo amoroso, la concupiscencia, y ya no podrá librarse de él. De pronto, la idealización extrema, sin perder nada su significado ni de su vigencia, abre paso a una voz bienhumorada, popular, que repone ciertas cosas en su sitio y recuerda, como el personaje del gracioso en las comedias, que la realidad no anda nunca lejos, ni siquiera en las fábulas pastoriles y mitológicas.
Así es como en el mundo de la cortesanía se cuela la comicidad, casi la farsa. Y es el propio escenario madrileño el que le abre la puerta. Madrid siempre fue para Lope la expresión misma de esa finura de espíritu que permite reírse de uno mismo sin dejar de aspirar a expresar lo más hermoso, como si el aire sutil de la corte, poblado de personajes acostumbrados al ingenio y a los conceptos, reconciliara la extrema sofisticación con la realidad más trivial. Pocos años después de La selva sin amor, Lope publicó sus Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, un repaso humorístico a buena parte de los motivos, en particular los eróticos, que había desarrollado en su obra.
Por si esto fuera poco, uno de los pastores se llama Jacinto. Es más sensato que su compañero Silvio e intenta curarse de la enfermedad amorosa con el trabajo campestre. En su juventud, Lope dio el mismo nombre al protagonista de una de sus primeras obras, La pastoral de Jacinto, un muchacho que padece una crisis de celos tan intensa que llega al borde de la locura. Es como si el Jacinto de las riberas del Manzanares, que por milagro conserva intacta su juventud, hubiera incorporado también algo de la experiencia del primer Lope.
De las pastoras, una lleva el nombre de Filis. Más de uno de los asistentes a la función del Real Alcázar, recordaría uno de los episodios más escandalosos de la vida de Lope de Vega, aquel que protagonizó junto a su primera amante, Elena Osorio, que popularizó en sus versos con aquel mismo nombre.
[i] Lope de Vega, La selva sin amor, en Obras escogidas III, ed. Federico Carlos Sainz de Robles (Madrid: Aguilar, 1974), pp. 538-539.
[ii] Ibíd.
[iii] Ibíd., p. 538.
Ilustración: Annibale Carracci, Venus y Adonis, Museo del Prado, Madrid