Entre la nostalgia y la ruptura. La ópera y el nuevo cine alemán

El nuevo cine alemán empezó a abrirse paso a mediados de los 60, con dos grandes líneas de ruptura. La una, ideológica, planteaba las preocupaciones de los jóvenes alemanes de la época. Lejos de la satisfacción que podía esperarse tras veinte años de crecimiento y estabilidad democrática, los nuevos cineastas se interrogaban acerca de la memoria, la construcción de la nación alemana o las relaciones de clase. A esta se añadía otra línea, fundamentalmente estética, que investigaba nuevas formas narrativas, la presencia del teatro en el cine, o la relación de la palabra y el sonido con la imagen. De forma sorprendente, pero no imprevisible, la música se iba a convertir en uno de los elementos fundamentales de esa reflexión que iba a cambiar para siempre la forma de hacer y ver cine. Entre aquellos jóvenes artistas, destacaron pronto los melodramas de Rainer W. Fassbinder, que basaron buena parte de su fuerza trágica en una banda sonora que en vez de envolver y sublimar, subrayaba, a fuerza de distanciamiento, la indefensión de los personajes ante la dureza de la vida a la que se enfrentaban. La música fue cobrando cada vez mayor importancia, hasta convertirse en la armadura misma de obras de un antinaturalismo radical, de artificialidad sin límites, como la serie Berlin Alexanderplaz, Lili Marleen o Querelle.
Fassbinder no llegó a entrar en el terreno operístico, que era adonde iba encaminada su investigación. Sí lo hizo un amigo suyo, Daniel Schmid, que se convirtió en una gran director operístico (hoy en día circula su montaje de la Linda di Chamounix de Donizetti) e incorporó la ópera a la estética cinematográfica. Fue muy conocida en su momento La Paloma, una melancólica y desquiciada historia de amor entre un aristócrata y una cantante, trasunto ideal de Rosita Serrano, la artista chilena comprometida con el nazismo. De La Paloma se sigue recordando el extraordinario plano en el que Ingrid Caven y Peter Kern, con los Alpes de fondo y la aparición ingenua y sobrenatural de un ángel benigno, entonan la canción de Marieta, de Die Tote Stadt, cantada en off por Lotte Lehmann y Richard Traube.
Es un momento mágico en el que se alcanza lo sublime gracias a una combinación de belleza e ironía que sólo la ópera es capaz de crear. La misma combinación que postulaba Peer Raben con las bandas sonoras que compuso para Fassbinder y que llevó a considerar la nostalgia como uno de los elementos distintivos de aquel cine nuevo. Quien más lejos llevaría todos estos postulados sería Werner Schroeter, que desde muy joven utilizó el cine para expresar su fascinación por la ópera, y muy en particular por María Callas, que consideraba el modelo por excelencia del artista devorado por el arte y extraviado en la inhumanidad del siglo XX. (…)
Seguir leyendo en Ópera Actual, 01-03-25